El académico contemporáneo es un megolómano profesional que pasa una cuarta parte de su vida fotocopiando sus propios artículos, ordenando cronológicamente sus conferencias, argumentando largamente por qué merece un reconocimiento al mérito académico o a la investigación. Se trata de una megalomanía inducida por las institucionales nacionales, por el Consejo de Ciencia, el Sistema Nacional de Investigadores y la Secretaría de Educación Pública; es una megolomanía patriótica y socialmente útil, parece ser. Sin embargo, aunque nunca creí que yo podría encontrar reparos a forma alguna de egolatría, de "yoísmo" o de onanismo, en mi breve carrera pronto comencé a resentir los efectos colaterales de esta adicción forzada a mí mismo y a mi "obra". Al cuarto mes de entrar al Sistema Nacional de Investigadores me solicitaron dos informes ¡anuales! (uno porque, supuesto cerebro fugado al extranjero, me habían repatriado de Francia un año antes y el otro porque, ya siendo parte del sistema, tenían derecho de fiscalizar la época en que todavía no formaba parte de él; en suma, dos vigilancias desde la misma institución). Sumados a estos informes, debí enviar otros a la Secretaría de Educación Pública para obtener el reconocimiento por mi "perfil deseable" como profesor y al sistema de dictaminación interno de la universidad para probar que no soy un vago. A esas alturas, la terrible ansiedad que me causaban las largas horas de regodeo megalo-archivístico, fotocopiando y clasificando una y otra vez mi propia "producción", según los más diversos tabuladores y las formas más imaginativas de puntaje, me llevó a tomar calmantes, por primera vez en mi vida. Fue entonces que la adicción megalómana me condujo a esta otra adicción a las pastillas y que poco a poco comencé a disfrutar esas tardes con la música a todo volumen en las que, perforadora y engrapadora en mano, organizaba los dossiers requeridos en medio de un agradable sopor. Sólo cuando la hábil imaginación burocrática me forzaba a volver a usar mi cerebro, porque, por ejemplo, mi nuevo deber era presentar un informe financiero en programa excel y firmado por varios funcionarios de la universidad, sólo entonces debía salir del agradable estado de relajación toxi-fotocopiante para descifrar los secretos del nuevo acertijo informático-burocrático. En ese caso, en vez de pastillas calmantes que me idiotizaban debía tomar algún estimulante poderoso, que me diera valor y resistencia para ir a recabar las firmas, para hacer las sumas y multiplicar los coeficientes sin error, para convertir el archivo excel en archivo imprimible y para persuadir a Diana, la secretaria del departamento, para que me dejara usar su escáner. Pero no quisiera que estos párrafos sean leídos como un martirologio, como una queja contra la amarga situación del académico contemporáneo. Existen profesiones mucho más difíciles y estresantes. Además, siempre he sabido que cada una de esas odiseas burocráticas está destinada a darle al académico contemporáneo dinero en forma de bonos, estímulos, becas y otros sabrosos complementos monetarios. Lo que importa en este momento es describir cómo el deber institucional de megalomanía y la dependencia de los ansiolíticos vienen acompañados de una tercera adicción: la avidez de ganar decentamente la propia vida, de obtener cada uno de los premios para alcanzar así a pagar el departamento, el auto o la colegiatura de los hijos. No es que se trate de mucho dinero, sino que el sistema de obstáculos está tan bien pensado que produce en nosotros una suerte de insaciable ambición concupiscente por llegar a alcanzar la modesta medianía republicana. El académico contemporáneo puede aspirar de manera realista a pertenecer a la clase media-media, incluso a la clase media-alta cuando se faja los pantalones en el trabajo frente a la fotocopiadora. Quizá el principal secreto de aquél que llega a lograrlo consiste en aprender a manejar su presión arterial y otras presiones colaterales, en impartir sus cursos relajadamente, en no agredir histéricamente a los colegas en los seminarios universitarios (porque, naturalmente, el académico contemporáneo suele tener los nervios alterados y las escenas de enfrentamiento neurótico de egos superpotenciados y luego medicalizados puede ser bastante estridente). En otro momento de calma, querido diario, te contaré lo que ocurrió cuando, apenas habiéndome resignado al sistema panevaluativo, mis queridos colegas de la universidad votaron por mi para integrar la comisión encargada de contar todos los puntos de todos los académicos de la universidad.
-Pero, no deberías exagerar -me interpela mi querido diario-, uno de los dos informes anuales que te pidió Conacyt es una mera actualización de tu CV, con la mera mención de tus actividades, sin necesidad de presentar todavía las fotocopias de cada una.
-Cierto, querido diario, pero ¿entonces por qué perdí tanto tiempo al llenarlo?
-Tal vez porque no sabes organizarte.
-¿Y cómo podría organizarme para capturar más rápidamente, por ejemplo, los 45 nombres de personas que participaron conmigo en el Anuario educativo mexicano?
-Basta con que emplees la locución latina et al., querido dueño, que significa "y los demás".
-El problema es que el sistema informático de Conacyt exige todos los nombres de coautores de un libro, pues seguramente quieren formar una base de datos.
-Entonces compra un escaner, querido dueño, y escanea los índices de los libros donde vienen los nombres de todos los autores.
-¡Sí, diario, desde luego! ¡Qué fácil parece!
-Si en realidad estuvieras tan abrumado, querido dueño, ni siquiera perderías tu tiempo en este blog.
-Te equivocas. En caso de falta de inspiración, les pondré citas a pie de página a estos rollos, buscaré publicarlos y me darán algunos puntos ...
20080424
De la megalomanía a la toxicomanía del académico contemporáneo
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