20090331

Cuaderno de cuentas: compulsión de repetición

Escribo en las páginas libres de nuestro cuaderno de cuentas, cuando tú ya te fuiste. El cuaderno es un curioso souvenir. Aquí anotábamos nuestros gastos y de vez en cuando hacíamos en él las sumas y restas. Las dos columnas son en cierto modo la prueba del respeto y equilibrio de los dos grandes amantes que fuimos. No permitimos que nos llegara el tedio, al hacer el amor siempre apretamos los dientes, gemimos de placer. Tú coronabas nuestros enlaces con una gran sonrisa extática, frotando tu mejilla contra tu hombro. Además de eufóricos, éramos celosos y posesivos; llevábamos muy bien las cuentas de nuestra vida juntos. A alguien le parecerá vulgar, mezquino, desprovisto de romanticismo hablar de números. ¡Que el marido no exhiba cuánto dinero le dio a su mujer, ni viceversa! Nosotros, en cambio, éramos socios, fabricábamos vértigos y orgasmos. Alfareros, herreros, teníamos gran habilidad. Yo torneaba tu cuerpo con las manos mojadas. Redondeaba tus nalgas y el surco de tu espalda; modelaba tus hombros, apretaba tus senos hasta que tus pezones quedaban atrapados naturalmente entre mis dedos. Lo hacía una y otra vez hasta tensar tus músculos y recubrirme con ellos. Tu solías asirte de la base de mi pene y subirlo rítmicamente hasta tu boca, hasta convertirlo en un eje de rotación, de inclinación, a veces de grito (mío). Quienes nunca han intentado un negocio o trabajado un verano como vendedores no podrían entender lo que estábamos fabricando. ¡Cómo podría entrarles en la cabeza que nos habíamos asociado para lograr un producto auténtico, original, el de mejor factura! En realidad no uno sino dos productos, distintos, propios. Dos soledades. Queríamos dejar atrás el susurrarle frases cariñosas a los fantasmas y descontinuar al sujeto ficticio de las canciones de amor, baratijas de mal gusto ¡A la mierda los mercenarios de seguros (“quédate para siempre”, “quiero morir a tu lado”)! ¡A la mierda la epidemia de neurosis amorosas!
Quien vende y quien compra, quienes intercambian, se benefician, ambos, aunque el precio sea alto, aunque el producto tenga defectos; de otro modo no llevarían a cabo la transacción. No merece llamarse intercambio voluntario el del marido y la esposa que se detestan secretamente y que estarían mejor solos.
Listos para competir cada uno por su lado contra el gigantesco monopolio, tu y yo nos fundimos en una última faena, una gran alianza. Terminamos jadeantes, llorosos, pero convencidos de nuestros respectivos planes de negocios. Nos vestimos y nos separamos, seguramente para siempre. Ahora, por no dejar, decido escribir en nuestro cuaderno el total. Trato de calcularlo...
La verdad es quizá que escribo en este cuaderno por compulsión. Repito cada vez el mismo ritual. Acaso un ritual de purificación, una catarsis; acaso una pulsión exhibicionista. Creo que es también un juego social: hablar antes de que el pudor de pareja y la censura familiar me hagan callar nuevamente.
En Francia, las despedidas forman parte de lo mejor del ritual amoroso. Deben ser vividas con la intensidad del primer encuentro, de la primera relación sexual, de los mejores momentos vividos juntos. Hay algo de sadismo en el amor francés. También hay cortesía: “gracias por todos estos años que pasamos juntos”. Los franceses saben que hay amores moribundos que tienen la intensidad de largas despedidas, el espanto de la necrofilia. Pero el día de tu partida no te habías puesto el mejor vestido, ni te habías maquilldado mejor que nunca para "celebrar" nuestra separación.
La primera vez, ella se había ido y cuando yo me quedé solo en el departamento sentí una sed descomunal; debí beberme al menos dos litros de agua. Luego, había salido a caminar para calmar una exaltación semejante a la que produce un café expreso doble. Sentía una euforia fuera de lugar, una vitalidad inaudita. A medida que cruzaba bajo puentes de concreto, que atravesaba muchedumbres y acompañaba a los autos en los grandes bulevares, París me parecía grandioso, faraónico. En aquella primera ocasión mi sed no se aplacaba y compré otra botella de agua. Seguramente estaba intoxicado por mi propia adrenalina, seguramente por eso veía todo en pantalla gigante. Impulso vital de supervivencia, reflejo animal que, venido de tiempos inmemoriales, me empujaba a ser más fuerte y me convertía en un cazador nocturno, dispuesto a pelear con el primero que me desafiara.
Esta vez, en cambio, fuimos tan civilizados. Dibujaste en un papel un plano del departamento y me sugeriste las remodelaciones prioritarias (la cocina, los closets de las recámaras, la tina del baño). Antes de tomar tus maletas te metiste en el baño y me explicaste cómo debía limpiar el tapón de la pasta de dientes en el futuro, para que no se formara una masa seca. Ahora escribo tranquilamente en nuestro cuaderno de cuentas el balance de nuestra relación... o intento hacerlo. Tu ropero vacío, los cuadros que no pudiste llevarte y otros objetos. No, no es sólo eso lo que me has dejado, se trata de las ganancias que hemos obtenido, lo que me gusta y que no me gustaba antes de conocerte; cómo me visto y no me vestía antes de conocerte. Me pregunto qué más aprenderé ¿una nueva separación me transformará en un monje budista?
Freud enfatizaba al final de su carrera que las personas suelen actuar una y otra vez lo que han reprimido, en vez de simplemente recordarlo (en ''Mas allá del principio de placer'', publicado en 1920). Creo que los temas recurrentes en algunos escritores corresponden a ese tipo de obsesiones (el absurdo en Kafka, la soledad en Malraux, el poder en García Márquez, la conspiración en Borges, el exilio en los escritores que viven un exilio, la discriminación en los escritores afroamericanos del siglo XX, la violencia en los escritores que han vivido la guerra, la abulia en los escritores de las sociedades azotadas por el desempleo). He defendido en otro lugar la tesis de que el escritor es un ákrata (cf. mi ensayo "De la akrasia a Kafka"). Guardando las distancias de años luz entre él y yo, en Lope de Vega el abandono por parte de la mujer amada es una de las obsesiones de su obra. El trauma le vino cuando su amante, Elena Osorio, lo dejó por otro. Pero no por ser compartida mi compulsión de repetición es menos alarmante. Me refugio en esta escritura ¡La exhibo en Internet! Y, sin embargo, soy otro cada vez que "repito". En mi caso no ocurre que "un clavo saca otro clavo" sino, quizá, que el hoyo del primer clavo se agranda cuando sale el segundo. En sentido positivo y negativo: se agrandan mi libertad y mi solipsismo. Por lo pronto, dentro del balance de tu partida ocurre que escribo éste y quizá otros textos: ¿Un blog erótico? ¿Aun siendo profesor en una respetable universidad? ¿Un Tocqueville a la inversa que emprenda el ambicioso y ridículo tratado El amor en Francia? ¿O, tan sólo, debo retomar ese viejo proyecto de escribir un modesto manual práctico de las distancias cortas?