20100106

Manual práctico de las distancias cortas XXIII: El libro de las diez preguntas


“La clave para que su pueblo no muera, para que sobreviva –respondió el sabio taoísta al emperador-, consiste en conocer el arte de amar en la recámara. Durante la cópula, el hombre debe mover su cuerpo con dulzura, lentamente, y no eyacular antes de los cinco suspiros de la mujer. De este modo, quienes son enfermizos mejorarán su salud. Los sanos serán longevos. El secreto para tener una larga vida consiste en colmar la quintaesencia del ser humano. Así, la energía sexual alimentará al ji, energía vital, y si la quintaesencia es confortada, entonces la persona se sentirá resplandeciente. Una vez que su alteza logre administrar su esperma, eyacular ordenadamente, su quintaesencia se fortalecerá y alcanzará la longevidad. El arte de amar, entre hombre y mujer, descansa en el siguiente principio: tener un espíritu sereno, con un cuerpo y un alma sanos.” Mi colega suspendió la lectura y envió su mano derecha a explorar mi sexo. Al cerciorarse de que se había endurecido, depositó tranquilamente las fotocopias sobre el suelo y procedimos a tocarnos con discreción, para no despertar a los demás trabajadores.
Conocí a Xi Xun en la fábrica, cuando se acercó para traducirme las órdenes del administrador. Ambos trabajamos aquí. No es una mujer guapa, pero es mi boca. Cuando llegué, había perdido la capacidad de identificarme, sabía que estaba en algún lugar de China, sabía que Luz Irizábal me perseguía, pero no entendía a cabalidad cómo las piernas y los brazos que colgaban de mi cuerpo eran más míos que el foco prendido del techo.
Había estado varias horas encerrado en una estación de policía de Shanghai hasta que los guardias se convencieron de que nadie vendría a sacarme. Era un indocumentado en la medida en que mis bolsillos estaban vacíos, pues Luz se había quedado con mis identificaciones, mi pasaporte y mi tarjera de crédito. Era también un discapacitado por la manera balbuceante con la que me expresaba. Seguramente algunas sinapsis neuronales se me habían roto; mi inglés, en particular, estaba atrofiado y no podía responder a muchas de las preguntas sino con grandes esfuerzos. Entonces me enviaron a la fábrica. Aquí los enfermos coexisten con los sanos, los locos con los cuerdos, los extranjeros con los chinos, pero la gente casi no habla una con otra. La fábrica es vetusta como el manicomio de la Castañeda y agitada como una escuela. Nuestro deber es trabajar. Nos colocan en pequeños grupos y nos asignan alguna tarea.
Supongo que la policía de esta ciudad es corrupta, porque los dueños de esta especie de maquiladora donde trabajamos catorce horas diarias están de acuerdo con las autoridades. Nos despiertan en la madrugada, tragamos como desayuno pelotas de masa rellenas de carne grasosa y un vaso de leche de soya. Luego nos repartimos en nuestros puestos. Yo lleno píldoras con un polvo amarillo y, cuando he vaciado una lata de polvo, coloco las píldoras en frascos. Trabajamos al ritmo de un tronido constante, troc, troc, troc, una matraca eléctrica. Nos duchamos dos veces por semana, los hombres un día, las mujeres otro, de manera alternada.
Ignoro cual es mi salario. Xin Xun dice que nos pagarán dentro de una semana.
Los primeros días de encierro, Xin Xun no me interesaba. Lo único que quería hacer en mi tiempo libre era verme en un reflejo, comparar la imagen de mi rostro con la sensación de palparlo. Poco a poco, mi cuerpo volvió a reconocer su forma y a convencerse de ella.
Luz Irizábal cree que el alma puede reconocer la forma del cuerpo, superstición vulgar. En realidad, es el cuerpo humano (y el cuerpo de los grandes primates, en general) el que sabe reconocer su forma. Gorilas, chimpancés, orangutanes y seres humanos poseemos el don de identificar entre todas las siluetas existentes, precisamente aquella que nos ha sido legada ahora y a cada instante después de ahora. Los animales, incluyendo a los seres humanos, no tenemos alma, tenemos forma y, cuando mucho, algunas especies animales nacemos con el talento para reconocer la propia.
Cuando al fin reconocí plenamente mi reflejo, lo primero que me sorprendió fue la imagen también reflejada de otra persona que había estado observando cómo me observaba. Ella notó que recobraba mi unidad, que yo tomaba súbitamente conciencia de su presencia y desvió la mirada. Luego, tímidamente, sus ojos regresaron. Es una jovencita de la fábrica. No sé su nombre. Ahora tenemos una relación visual muy intensa, pero nunca hemos hablado, sólo podríamos comunicarnos con señas. Xin Xun, en cambio, me sedujo con la palabra. Ahora me traduce, por las noches, un libro muy antiguo: Las diez preguntas.
Se trata del manual erótico conocido más antiguo del mundo. Un rollo de bambú de más de dos mil doscientos años de antigüedad que, junto con los otros textos sagrados encontrados allí, me convertirá quizá al taoísmo. Porque es una evidencia que las otras religiones que condenan el sexo son falsas. Hasta donde conozco, sólo el taoísmo y algunas sectas budistas se salvan. Sólo éstas reconocen que quizá el más grande mal de la humanidad proviene en primer lugar de la torpeza y la frustración sexuales. Todos hemos encontrado a esas personas amargas, agresivas, pesimistas que en México llamamos malcogidos, pero cuyo equivalente, estoy seguro, existe en la mayoría de las lenguas (son los malbaisés, los nefutut). El semen acumulado y la libido podrida en sus vísceras se concentran en sus glándulas y cuando abren la boca su aliento se impregna de esa bilis estancada. Trátese de un eyaculador precoz y estará ansioso, agresivo, será acumulador e irresponsable. Sea una mujer frígida o un hombre sin apetito sexual y entonces las sales y los azufres de sus flujos muertos se cristalizarán en las paredes de sus vejigas, acidularán su sangre y generarán en sus cerebros falacias y rencores. Tales individuos son numerosísimos y sólo podemos culparlos de no saber o no poder amar. En realidad, los culpables son la historia de Occidente, el puritanismo del emperador Augusto y los prejuicios de las religiones que provienen del desierto. Y es obvio que sólo una religión que recomiende colocar sobre los lechos matrimoniales estampas eróticas para estimular el flujo eterno del ji puede ser verdadera, por lo menos frente a aquéllas que colocan sobre la cabeza de los amantes la figura poco estimulante de un dios muerto.