20090517

Manual práctico de las distancias cortas VIII: Del azar y la necesidad

La mayoría de las mujeres coincidirán en que no es posible llamarle “hacer el amor” al hecho de acostarse durante la primera cita y menos aún cuando uno lo hace a cuatro patas (manos) en un jardín, como me ocurrió con Rosalba. Supuestamente nuestros juegos de lenguaje excluyen que se pueda decir que se “hace el amor” cuando se trata de sexo con una desconocida, con una prostituta o por mero placer (sin cariño, amistad o algún otro tipo de apego). Esa es una opinión consensuada, acaso comparable al consenso de mis amigas contra el tirol de mi departamento: “Ya te he dicho que quites eso, se ve espantoso, si quieres yo te presto dinero” me dice siempre Serendipiti; “Oh qué lata contigo ¡Que aplanes las paredes! El tirol ya no está de moda” insiste Luisa y así otras. Tanto en el caso del uso de la expresión “hacer el amor” como con respecto al tirol, el hecho de que las mujeres que conozco alcancen la unanimidad no significa que tengan razón, ni que esas opiniones sean muy profundas. Quitar o no el tirol de las paredes y del techo no es algo trascendente y sí me cuesta cuatro veces más caro que simplemente pintarlos; la única motivación de esta actual fobia burguesa y femenina contra el tirol parece ser una estética conformista: mis amigas y sus familias quitaron el tirol de los muros de sus casas en las últimas décadas, lo que constituye un signo de identidad de clase, de clase media para arriba. Lo mismo ocurre con la expresión “hacer el amor”, está viciada por presupuestos culturales como los que pretenden que existen posiciones sexuales más civilizadas que otras. Hacer el amor a cuatro patas y en la primera cita no sería hacer el amor.
Pero uso la expresión “hacer el amor” por falta de alternativas. Si eludo lo más posible –no siempre- el verbo “coger” es porque guardo la esperanza de contar algún día entre mis lectores con extranjeros, españoles entre otros. Como se sabe, “coger” no se usa en España, “fornicar” tiene un dejo católico, “chingar” es demasiado equívoco en México y “tener relaciones sexuales” suena a algo puramente biológico. Como me dijo Rosalba, a diferencia de los virus, las bacterias tienen relaciones sexuales, pero no “hacen el amor”.
El caso es que todavía estaba en Guadalajara cuando Serendipiti me llamó para que le contara de mi encuentro con “Shamanta”.
-Su verdadero nombre es Rosalba, pero te hablo mañana –le respondí.
-¿No puedes contarme ahora?
-No, te llamo después.
-Sólo responde con un sí o un no –insistió Spiti- ¿encontraste lo que estabas buscando?
Después de un lapso reflexivo le dije “adiós” y le colgué. Semejante pregunta ya no tenía respuesta. ¿Qué era lo que estaba buscando? Es difícil saberlo. No había venido a Guadalajara a buscar una madre para mis hipotéticos y quiméricos hijos (antes de llegar ya sabía que Rosalba tenía 42 años). Mi plan se resumía a bajar de mi torre de marfil y conjurar a como diera lugar la profecía que veo tan clara como un Nostradamus con visión de Supermán de que tendré una vida dedicada a cultivar la monotonía y la soledad. Pero ahora Rosalba acababa de sorprenderme y de ponerme ante un futuro distinto del que me corresponde naturalmente, un proyecto de vida fuera de mi destino manifiesto como profesor.
Iré por partes. Nuestro encuentro había sido sexualmente satisfactorio, pero la complicidad que había comenzado a unirnos no derivaba sólo de eso. Aunque en nuestros días no sea raro que un par de solteros se acuesten a la menor provocación, no por eso superan necesariamente el papel de desconocidos, se requiere de algo más. Rosalba y yo sí lo superamos, rápidamente estábamos yendo más allá porque nuestra conversación era sincera y casi había topado con pared, con la pared de nuestros traumas y deseos más secretos. Y es que cuando dos personas se conocen a través de un sitio de encuentros saben a lo que van y son más directas.
Cada uno había confesado envidias, frustraciones y proyectos que en otras circunstancias habrían sido inconfesables. Rosalba me hablaba una y otra vez de su exnovio, el que le había sacado el ojo en el accidente. Santiago había sido su único gran amor, habían sido muy felices juntos. Y ahora había vuelto a Guadalajara para vengarse de él o para perdonarlo, aún no lo había decidido. Yo le hablaba de mi reciente miedo a la soledad y de mi teoría acerca del amor.
Es imposible describir un denominador común de las mujeres en materia sexual. A partir de mis limitadas experiencias puedo decir que para algunas un orgasmo es cuestión de minutos (una gran intelectual que fue mi amante me decía: “me encanta hacerlo así de rápido porque me deja tiempo para leer” y, de verdad, es una devoradora de libros). En cambio, para otras es asunto de horas (conocí una vez una maravillosa mujer marina con quien el amor era como un triatlón y la vida cotidiana con ella era como practicar buceo en aguas profundas). Para algunas más el orgasmo es algo trivial, para otras es trascendental; vaginal o clitoridial; es como la exaltación de recibir un regalo o como el escalofrío que produce probar un tamarindo enchilado. No hay definición estándar de un orgasmo femenino.
Hasta donde he podido observar, siempre existe para una mujer una posición sexual tabú, el problema es que cambia según la persona y es imposible saber cuál es antes de experimentarla. Para algunas mujeres el sexo oral es el símbolo por excelencia de la fusión mientras que para otras siempre es sucio. Dicho sin rodeos, he conocido mujeres que casi me arrancan la cabellera cuando mi boca descendía hacia su sexo y mujeres que me acusaron de “neoliberal” porque sugerí que nuestro intercambio tuviera la simetría del yin-yang:
-¡No sabes cómo me molesta que en nuestros días la gente no sepa recibir sin tener que dar! -me regañó esa chica de cuyo nombre, sin embargo, sí quiero acordarme. Estaba furiosa porque la interrumpí buscando ser recíproco, se vistió y se fue.
Como me dijo hace décadas René Crespo “el respeto al complejo ajeno es la paz”, pero ¿cómo anticiparse si no conoces los complejos del otro? Para las parejas casadas es más sencillo pues los esposos rápidamente asimilan los tabús del cónyuge, se adaptan y archivan los respectivos deseos prohibidos en la bodega del subconsciente. Para los solteros empedernidos, en cambio, cada mujer lleva consigo una mina antipersonal que corre el riesgo de estallarnos en el bajo vientre.
Como los buenos psicoanalistas, Rosalba interrumpió mi explicación para exhibir una gran fractura en mi teoría:
-Eres un gran amante, en teoría y en la práctica…
-No creas, no creas.
-Escucha. Sabes muchas cosas, pero vas por la vida todo acomplejado, todo inseguro. Te quedas esperando que sean las mujeres las que te elijan, a penas te atreves a poner un tímido anuncio. Sabes mucho del amor pero no eres para nada un seductor. No tienes nada que ver con los grandes seductores. Piensa, por ejemplo, en el ex embajador de Estados Unidos, Tony Garza, que sedujo a la millonaria accionista de Cervecería Modelo. ¿No admiras las grandes maniobras de seducción? No es el azar lo que los unió, fue una campaña, un plan maestro.
-Pero yo no necesito casarme con una millonaria.
-No. Pero tu frustración tiene que ver con tu pasividad. Dejas el amor al azar. Para los verdaderos seductores, no existe el azar. Ellos deciden.
-Pero el azar sí existe, vivimos en un universo incierto. Te voy a prestar un libro de Heisenberg, de Prigogine o alguna introducción a la mecánica cuántica –le dije a Rosalba.
-Mejor tengo una propuesta para ti. Mira, nuestra relación es y será cómica. Te aprecio pero está claro que no iremos muy lejos. Eres más joven que yo y estás buscando formar una familia. Podemos ayudarnos en nuestros respectivos planes…
Luego, Rosalba me explicó su proyecto: se trataba de elegir a una mujer y seducirla, contra toda probabilidad, domesticando el azar. Su propuesta era Luz Irizábal, la esposa de Santiago; era una mujer muy bella, inteligente y famosa en el estado de Jalisco por sus proyectos filantrópicos. Rosalba me aseguró que Luz estaba frustrada sexualmente:
-Literalmente Luz se está apagando de tan malcogida que está. Se le nota en la cara, en la voz, en el cuerpo. Te lo aseguro. Además, conozco perfectamente la causa. Conozco a su marido mejor de lo que ella lo conoce. Ella sabe que yo lo sé. Necesita urgentemente otro hombre, pero no lo va a buscar sola, necesita que la seduzcan.
-Sinceramente –le respondí a Rosalba-, creo que estás especulando y que me estás queriendo usar.
-Te puedo asegurar que ella necesita que la salven.
Me explicó los detalles y no tuve más remedio que concederle cierto peso a lo que me decía. Rosalba había vivido cinco años con Santiago y conocía sus virtudes y sus defectos más íntimos. No podía equivocarse.
-Todo el éxito de mi relación con Santiago –me dijo Rosalba- viene de que éramos compatibles sexualmente, y él no es compatible con casi nadie. Todas sus anteriores relaciones habían sido un fiasco, siempre por problemas sexuales. Santiago me está destinado desde el punto de vista fisiológico, no creo que pueda hacer el amor con ninguna otra mujer. Luz no pudo saberlo antes de casarse con él, se casó apresuradamente. Seguramente pensó que sus problemas eróticos eran temporales.
Rosalba también me enseñó una revista de sociales donde Luz Irizábal aparecía en todo su esplendor, durante la inauguración de un orfanato. En efecto, era una mujer extremadamente guapa como cualquier otra mujer extremadamente guapa de las que abundan en las revistas femeninas, pero quizá con ella no fuera imposible casarme. Rosalba tenía razón, yo no era un seductor y éste era un legítimo reto, más aún, un experimento metafísico acerca del determinismo y la libertad.
-Piénsalo –me dijo sonriendo.
-Estamos igual de locos tu y yo –le respondí- ¡Tengo cosas más importantes de qué ocuparme que tratar de seducir a esa señora!
-¿Estás seguro?
-No –confesé al cabo de tres segundos-, tienes razón, ¡qué podría ser más importante!

20090513

Manual práctico de las distancias cortas VII: De la pulsión de muerte

Un indígena, casi desnudo, con el rostro cubierto de arcilla pintada se te acerca y deposita entre tus labios una moneda y luego otra, como un niño en una máquina de chicles. Por la rendija de tu boca pasan tres monedas de diez pesos. Ahora el indígena desprende tu globo ocular con las uñas enterregadas y lo engulle golosamente. En tu cuenca vacía queda un brillo rojo como el interior de una cereza mordida. Te has convertido en una maquina de golosinas en un pueblo del Amazonas. La sensación de terror que te causa esta pesadilla apenas se refleja en un leve movimiento de tu boca. Estás narcotizada, estás quizá en un hospital, no puedes moverte, tu conciencia aflora lentamente. Abres los ojos y ves la clepsidra de suero que pende sobre tu brazo. Las gotas de suero caen rítmicamente. Interpretas que son las doce de la noche con un segundo, dos segundos, tres segundos, cuatro segundos... Para interrumpir este odioso reloj cierras los ojos pero ahora vuelve a aparecer la imagen del caníbal. Abres los ojos nuevamente para hacerlo desaparecer y un ardor te lastima. Te das cuenta de que sólo puedes ver con un ojo, que tienes la cabeza vendada. Al cabo de unos segundos percibes una silueta blanca que surge entre las sombras y enciende la luz. Está de pie a tu lado. Es con toda seguridad una enfermera que revisa el medidor mientras el brazalete inflable empieza a estrangularte el brazo. En medio de la silueta femenina aparece una mancha y con ella un dolor al tratar de no mirarla. Algo como los charcos de agua y aceite sobre el asfalto te nubla la mirada o el sueño. Se iluminan las formas, se descomponen en hilachos coloridos. Figuras geométricas flotan en los abrires y cerrares del ojo y se desvanecen muy lentamente, como los defectos de una película vieja. Son formas caleidoscópicas que descienden a través de la somnolencia incoherente y se sobreponen al rostro de la mujer de blanco. Son las últimas sensaciones de un órgano agnonizante y ya no parecen provocadas por el exterior. Son resplandores propios, sueños quebrados. El ojo sobreviviente, por el contrario, reelabora una y otra vez las luces externas. El ambiente impregnado de limpiador con olor a pino y a cloro y la luz son percepciones que se transforman en esferas, espejos deformantes del cuarto, canicas a las que como frutas rechinantes las rebana un filo luminoso. La lanceta que corta el vidrio te lastima. Tu rostro vendado se conmueve moviéndose al otro extremo de la almohada. Aparece el rostro de Santiago creado por la luz del foco desnudo, su nariz perfecta te rosa la frente, sientes su respiración y la lija de sus mejillas que se frotan contra tus mejillas. Sabes de memoria que mientras te abraza ondea una sonrisa coqueta. Te susurra algo al oído, le sonríes. Te pegas a su cuerpo. Lo conoces a la perfección. Anticipas la inclinación de su rodilla contra tu pubis. Sabes dónde ha dejado sus manos y cómo ensartar tus propias manos en sus dedos. Sabes dónde terminan sus pies y sólo puedes alcanzarlos si te estiras. Sabes a qué altura está su cadera y de qué tamaño es su sexo dormido, a medio dormir, despierto.
De pronto vuelves a ser consciente de que Santiago es una imagen inyectada desde la clepsidra de suero. Él no está aquí. Percibes la luz del amanecer. Estás drogada. Y, sin embargo, aún sientes como si durmieras a su lado. La imagen casi real de Santiago, junto con el zumbido de un refrigerador cercano, terminan por desvanecer tu sueño. Santiago fue quien te hirió. Fue un accidente. No, fue un lapsus inconsciente pero voluntario de él. Quería hacerte daño como tú querías hacerle daño, pero fue él quien dio el paso. No. Quieres dejar de pensar. Piensas en nubes blancas que pasan lentamente. Tratas de concentrarte en ellas. Santiago proyectó todo su peso en el lance y atravesó tu máscara. Quiso matarte. A partir de ahora eres tuerta. Quieres llorar. Recuerdas las veces en que tenías pensamientos oscuros y querías clavarle un cuchillo en el corazón, luego te pellizcabas el brazo para dejar de pensar eso. Te sentías culpable porque era falso pero verdadero a la vez. Lastimar a Santiago era un pensamiento recurrente que te avergonzaba y seguramente él sentía lo mismo. Quería deshacerse de ti y no se atrevía. Después de tantos años juntos te odiaba pero no podía aceptarlo, por eso cometió ese lapsus. Recuerdas la vez que quisiste serle infiel sólo para tratar de exorcizar los pensamientos oscuros: “si me acuesto con Jim -pensaste- me sentiré culpable e iré a abrazar a Santiago, volveré a ser cariñosa. Necesito un amante para querer bien a Santiago. Dejaré de tener esta obsesión de hacerle mal.”
No hay nadie en el cuarto, ni siquiera la enfermera. La transpiración te ha empapado las vendas. Tu ojo, nuevamente abierto, es el espejo de la mitad de tu alma.

20090507

Manual práctico de las distancias cortas VI: De los celos y/o de la lástima

Me habló de los sables que comprarías, de tus lugares favoritos a los que no ibas a faltar esta vez; que visitarías a tus amigos, de los cuales muchos ella misma te los presentó. Le dije que no, que tu viaje era de negocios, muy precipitado, pero me aseguró que no resistirías escaparte un momento para recordar esa parte de tu vida.
Había llegado a la casa como a las seis. Cuando abrí la puerta se presentó sin titubeos, con la mirada firme, aunque no lo creas parecía verme con ambos ojos. La reconocí al verla, pero fingí. En persona sólo la había visto una o dos veces en alguna reunión, mucho antes de que nos casáramos.
La invité a pasar, no podía hacer otra cosa. Ella creía que venías volando de regreso. Le aclaré que no, que habías diferido tu vuelta y entonces dijo que no importaba, que de todos modos tenía deseos de conocerme.
Le ofrecí algo y me pidió nada menos que una copa de vino. Fuimos a tu cava y le dije que eligiera lo que quisiera, que de todos modos yo terminaría la botella con invitados que vendrían al día siguiente. Se inclinó sobre las botellas y empezó a revisarlas mientras me contaba cómo fueron aprendiendo a tomar, desde los vinillos alemanes que se servían en las presentaciones de libros en México a principios de los noventa hasta los chilenos, argentinos y españoles que el libre comercio trajo consigo. Luego, cómo en Boston descubrieron los vinos gringos y algunos franceses.
Me sorprende que se haya enterado con tanta precisión del día en que tenías planeado regresar. Seguramente quería estar conmigo, para que cuando yo dijera “disculpa tengo que recoger a Santiago, hoy regresa de Estados Unidos”, se ofreciera a acompañarme al aeropuerto y pudiera recibirte también. Así, en el pasillo nos encontrarías a las dos y no podrías evitarla. ¡Imagínate! Pero yo no me hubiera prestado a organizarte semejante sorpresa.
No le importó narrarme cómo se conocieron. La historia del profesor que durante un ejercicio, a propósito le rasgó la ropa con la punta del florete, y cómo te peleaste con él por defenderla. Dice que después fueron juntos a su departamento, te vendó la herida y con el pretexto de cambiarse la blusa rota, se desvistió frente a ti. Imagínate, venir a decirme eso a mí, tu propia esposa. Pero no me importa, de verdad que ya no me dan celos. Me dijo todo con detalle: que hicieron el amor y que tu herida aún estaba sangrando a través de la venda, y que la cama se manchó de sangre. Que fue a partir de entonces que te mudaste con ella. Me habló de los viajes que hicieron juntos, cómo en Kenya los detuvieron un día entero por llevar en la maleta un poco de marihuana y que mientras se arreglaba la situación, en aquel calor sofocante se dedicaron a hacer el amor una y otra vez.
Pensé que me preguntaría acerca de nuestro matrimonio. Yo estaba lista para decirle que era perfecto. Pero no, después de todas las intimidades que confesó no mencionamos nuestra relación. Es tan soberbia que no es capaz de humillarse con un acto de curiosidad. Además yo no hubiera podido decirle nada interesante, porque no me enamoré de ti en un duelo de esgrima, ni hemos ido a África juntos, no conozco de vinos ni me importan. No lo tomes como un reproche, sólo por un momento envidié todo aquello, pero en el fondo es tan irreal, tan novelesco. Esta mujer exhibicionista, con la pose de aventurera, que ama a los animales pero no le importa si en Chiapas mueran miles de niños de enfermedades curables, no es mi aspiración, de verdad. Su vida ha sido siempre una pose, tu mismo me dijiste que en Boston nunca le importó la maestría. Y en cuanto a ti, afortunadamente has puesto los pies en el suelo. Te aborrecería si aún fueras el junior de entonces.
También me dijo cómo llegó a ganar la medalla nacional y cómo estuvo a punto de ir a las Olimpiadas. No la mandaron porque vivía en el extranjero, ajena a la política del comité seleccionador.
Así se hizo de noche, escuchándola. Cuando al fin estuvo convencida de que no vendrías, se despidió amablemente. Me preguntó por tu regreso y tuve qué decirle que aún no sabía cuándo volverías.
Me preocupa que vuelva, pero es seguro que lo hará. No podemos impedirle que viva en Guadalajara. Es mejor que estemos preparados, debemos tratarla con naturalidad. Ya no te sientas culpable, afróntala, no tienes más remedio. Por mí no te preocupes, no estaré celosa. Aunque, sigue siendo atractiva: alta, los músculos firmes, el cabello pintado de rubio que desborda hasta la mitad de la espalda, la boca pequeña, y sus ojos, pobrecita. La cicatriz casi no se le nota, pero ¡la prótesis!

20090506

Manual práctico de las distancias cortas V: De las citas a ciegas

Me citó en un bar, el Escarabajo Escratch. Esa noche tocaba el grupo La Revolución de Emiliano Zapata y antes incluso de que nos reconociéramos, mientras cruzaba el levísimo límite entre el afuera y el adentro, ya había comprendido que para poder charlar tendríamos que hablarnos a muy corta distancia. Lo más correcto habría sido citarme en un café silencioso y bien iluminado, donde pudiera oírla y verla, pues en el Escarabajo Escratch la atmósfera nos arrojaría uno contra el otro. Había tomado un taxi en la estación camionera directamente hacia el Andador Coronilla, complejo de bares culturales entre las calles de Hidalgo y Morelos. Al menos ese descubrimiento valía la pena pues, antes de esa noche, Guadalajara había sido para mí el Hospicio Cabañas, las visitas turísticas al pueblo de Tequila, el resto de los murales de Orozco en el Palacio de Gobierno y en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara así como, desde luego, la Feria Internacional del Libro, esa Babilonia de las letras cuyas columnas son las grandes transnacionales oligopólicas de la edición y cuyo subsuelo son las orgías de diseñadores gráficos con autores, editores y vendedores de libros. Miento, Guadalajara también había sido para mí sus tortas ahogadas que me habían producido la gastritis de mi vida, ese día trágico en que los funcionarios de la universidad cancelaron la presentación de mi libro: “Mil perdones –recuerdo todavía que me dijo la directora de publicaciones-, lo que ocurre es que el rector ya regresó al DF y tenemos que alcanzarlo. Pero lo importante es que pudo usted venir a Guadalajara. Ahora puede visitar tranquilamente la FIL, de todos modos casi no hay público cuando se trata de profesores no muy conocidos”. En aquella ocasión presencié el espectáculo humillante de los trabajadores arrancando los carteles de promoción de mi libro y abriendo una de las paredes corredizas del recinto para agrandar la sala contigua, donde minutos después se presentó el libro Las nuevas profecías de la gran pirámide… ante un auditorio repleto, conmigo adentro. Aquella misma noche mi estómago se desquitaría de la humillación al momento de digerir un par de tortas ahogadas.
Pero esta vez no había venido a Guadalajara para asistir a la cancelación de la presentación de mi libro. Dentro del Escarabajo Escratch busqué a Shamanta en el rincón donde me había indicado por correo electrónico. No estaba, pero había una nota de reservación sobre la mesa. Me senté a esperarla y coloqué mi maleta bajo la mesa.
-¿Es usted el señor Bolaños?
-El mismo –respondí al mesero.
-¿Qué desea tomar?
-La cerveza local.
-¿Minerva?
-Desde luego, soy filósofo y Minerva es la diosa de la filosofía –bromeé sin mucho éxito.
Media hora después llegaba Shamanta. No se parecía en nada a la foto del sitio de encuentros. En persona tenía, cómo decir, menos chispa, como si su retrato hubiera sido retocado con photoshop. Reservada, poco sonriente, su mirada parecía perdida, como distraída. Minutos después comprendí mi confusión. No sólo era el peinado o la feliz sonrisa de la foto, Shamanta tenía una prótesis en una de las cuencas de los ojos. Para el sitio de encuentros seguramente había elegido la mejor de sus fotos, donde su ojo de vidrio no parecía tal. Desde luego, este descubrimiento me causaba un sobresalto interno. Hay algunos defectos físicos de los demás que nos perturban particularmente, al menos al principio.
Lo que sí coincidía era su atuendo. Llevaba un vestido similar al de la foto, de tela elástica que torneaba su cuerpo y propulsaba su pecho. Decidí afrontar el momento pidiendo un tequila doble y luego de aplicar esta técnica un par de veces el entusiasmo comenzó a aparecer. El verdadero nombre de Shamanta era Rosalba González y de ningún modo puedo decir que careciera de atractivo. Era médico-veterinaria y comenzamos una conversación interesante en la frontera de nuestras disciplinas, acerca de la condición humana:
-Nunca he creído que seamos bípedos como los pollos o las avestruces –me dijo-, en el fondo los humanos somos otros cuadrúpedos más, erguidos provisionalmente.
-¿Qué te hace pensar que existe una “naturaleza humana” y que ésta coincide con tener cuatro extremidades?
-Pues la sencilla razón de que hay una naturaleza en general y que formamos parte de ella. No somos muy diferentes de otros mamíferos –concluía Rosalba.
Unas horas después, me preguntó si había reservado algún hotel, lo negué y entonces propuso que fuéramos a su casa. En su auto, cometí la imprudencia de proponer conducir:
-¿Crees que es mejor conductor un borracho que una tuerta? –ironizó.
-No digas eso. Lo dije por cortesía.
Horas después, en el jardín de su casita de dos pisos y tres recámaras, en una zona residencial de Guadalajara, Rosalba y yo hacíamos el amor sobre el pasto a la luz de las estrellas. Allí comprendí claramente lo que quería decir al hablar de nuestra naturaleza cuadrúpeda. Además, me parecía obvio que Rosalba dominaba el inglés, pues retengo aún la entonación, énfasis y tono de sus interjecciones: ow, hmm, aw, wow. Me pareció que en otra mexicana esas expresiones hubiesen equivalido siempre a un ay, un ay acompañado cuando mucho de modulaciones de placer o de dolor. Pero Rosalba poseía en cambio un lenguaje amoroso rico y variado con más vocales y eses, dobleus, ches y varios tipos de emes que parecían expresar sus diferentes sensaciones y me acariciaban los oídos. Así, mis manos parecían guiadas por el volumen y la armonía, la musicalidad y la intensidad de su voz.
-Hablas inglés muy bien ¿verdad? –le dije cuando nos tiramos boca arriba sobre el pasto.
-Sí, viví en Estados Unidos ¿cómo sabes?
-Haces el amor como una gringa. Bueno, nunca me he acostado con una gringa, pero tus interjecciones no suenan a castellano.
-¡Qué dices! ¿Cuáles interjecciones?
-Alaridos, exclamaciones –le expliqué.
-¡Estás loco!
-¿Por qué viviste en Estados Unidos?
-Fui a estudiar y luego me quedé 8 años.
Por lo que respecta a los poemas de Nandino, sin embargo, esa misma noche comprendí que Rosalba ignoraba casi todo:
-Te envié esos mensajes porque me gustaron los poemas, son muy románticos -dijo-, nada más los adapté.
-Eróticos, querrás decir.
-No, no, románticos.
Para Rosalba tampoco existían diferencias entre erotismo y romanticismo. La imagen de un perro callejero montado alegremente sobre otro era romántica para ella, como lo eran las fotos de libélulas copulando y más aún las de los grandes felinos en plena consumación de su complicado cortejo.
-Es tan romántico el ritual amoroso de los tigres, por ejemplo. Los machos se someten a la humillación y a las garras de las hembras durante semanas hasta que uno de ellos recibe el regalo tan ansiado. Hay que ser paciente. La naturaleza está llena de romanticismo. El ritual de seducción de cada especie es único…
-¿Y cómo descubriste la obra de Nandino? –la interrumpí.
-¿El libro de poemas, quieres decir?
-Sí, es de un poeta jaliciense, Elías Nandino. Médico, por cierto.
-Ah, pues lo tomé del librero de mi jefa. Pero nunca se me graba en la memoria el nombre de los escritores, ni de los pintores o directores de cine. Incluso el nombre del que pintó el Hospicio Cabañas ¿cómo se llama? No es Rivera.
-¡No! Es José Clemente Orozco.
-Sí, claro, Orozco. No sé por qué pero sólo me acuerdo de nombres de actores…
-Es normal, son la cara del espectáculo. Pero ¿Tu jefa? ¿Quién es tu jefa?
-Es la viuda de un profesor de la Universidad que fundó una cadena de clínicas veterinarias –dijo Rosalba-. Yo trabajo para ellos.
A la mañana siguiente fuimos a desayunar birria a Las nueve esquinas, en el Centro Histórico de Guadalajara. Rosalba llevaba una playera de tirantes que dejaba desnudos sus brazos, fuertes. El biceps de su brazo derecho se inflaba y desinflaba al ritmo de las cucharadas de caldo que subían a su boca.
-Haces mucho deporte.
-Hacía -respondió-, fui campeona nacional de esgrima.