20080912

Glosas marginales a Las palabras y las cosas 2: historia total, épistémès y poliedros


Quizá la más asombrosa verificación de la teoría foucaultiana de la historia es la enorme distancia que separa ya nuestra especificidad histórica y cultural de la de los libros que contienen aquélla. Aunque Foucault haya sido a veces una moda y siga siendo un autor muy citado, Las palabras y las cosas, por ejemplo, es un libro a ser excavado sólo por los más valientes de nuestros contemporáneos. Cuando Foucault dice "nosotros", no nos está hablando, desde luego, a quienes escribimos y leemos este y otros blogs, sino a las personas (no necesariamente eruditos) que, todavía hace 40 años, consideraban que obesos libros de Althusser, Barthes, Lacan, etc., sobre las “estructuras” del lenguaje, de la psique, del pensamiento, de la literatura, de la política podían ser una guía para la acción; a esa generación libertina que –emulando el mito fundador de la toma de la Bastilla- irrumpió en los dormitorios de señoritas; a los mismos que en Europa abanderarían el movimiento verde y rojo (ecologista y socialista), antes de borrarse, como rostros de arena, bajo la presión de nuevos a priori históricos. No me refiero a ese “Foucault” esquemático que ha permanecido en el lenguaje de las clases semi-cultas como un conjunto de lugares comunes acerca de la prisión, la “nave de los locos” y el panóptico de Bentham, sino a la verdadera reflexión, cuidadosamente labrada, que está contenida en esos hoy tan difíciles libros que, sin embargo, fueron leídos como best-sellers en los años setenta. Aquella generación se ha diluido junto con las condiciones de posibilidad que la hicieron posible y que hicieron posible a tales autores.
Ahora bien, los enemigos de este filósofo me contradecirán, dirán que nunca lo entendió nadie o que realmente lo leyeron muy pocos, y que no hay esas discontinuidades históricas abruptas. La historia, para ellos, es continua, total y los virajes que presenta no deben ser interpretados, a la manera de Foucault, como rupturas radicales. Pero si bien estos intelectuales tienen razón en que es efectivamente posible leer siempre la historia de manera serial, rellenando con hipótesis causales todas las soluciones de continuidad, sin contradicción es también cierto que los lectores que tengan suficiente tiempo para lanzarse a comprender la perspectiva foucaultiana verán, presenciarán, escucharán una historia que, sin artificio, es también una sucesión de rupturas. Como lo dice el propio Foucault, al comparar a Hume con Kant, es posible hacer tanto lo que hizo el escocés autor del Ensayo sobre la naturaleza humana, es decir, una interpretación de la causalidad como caso de interrogación general acerca de las relaciones de similitud, o bien, hacer como el prusiano autor de la Crítica de la razón pura, aislar la causalidad como síntesis de lo diverso. Y Foucault eligió la perspectiva de Hume, al menos en libros como Las palabras y las cosas. No fue un capricho, pues sus lectores recibimos a cambio las llaves para reconocer en la historia una sucesión discontinua de grandes formaciones culturales, intelectuales y ontológicas. Y cada quien tendrá innumerables oportunidades para poner a prueba la precisión de esos paisajes llamados épistémès.
Daré solamente un ejemplo, entre muchos que he experimentado. En el capítulo VI de Las palabras y las cosas, Foucault contrasta la manera como se concebía la moneda en el siglo XVI frente a lo que ocurría en los siglos XVII y XVIII. En el primer caso, dice Foucault, el dinero era asimilado a los metales preciosos, la moneda tenía las propiedades de éstos y era intrínsecamente valiosa. En los dos siglos posteriores, sin embargo, la moneda es más que signo de la riqueza o mercancía valiosa en sí misma, es más bien garantía de intercambio, es prenda, aval. La lectura del capítulo le remite a cualquiera a la manera frenética en que los conquistadores españoles buscaban el oro en América, como un bien en sí mismo, en el siglo XVI. Nuestra cultura escolar nos conduce, también, hacia ese ejemplo de la literatura del siglo de oro, la famosa letrilla satírica de Quevedo: “Nace en las Indias honrado / donde el mundo le acompaña; / viene a morir en España / y es en Génova enterrado; / y pues quien le trae al lado / es hermoso aunque sea fiero / poderoso caballero / es don Dinero”. Publicada en 1603, aunque escrita antes, esta célebre letrilla de Quevedo describe al dinero precisamente como dice Foucault que éste se concebía en el siglo XVI. Lo interesante es lo que encontramos al buscar en los años siguientes. Como respondiéndole a Quevedo, Góngora también habla del dinero y de Génova en un poema de 1624, pero ahora lo identifica con el acero de esta última ciudad, con la cera alumbre de Venecia, con una espada, con el tintero del escritor que vende su pluma al mejor postor: “Tan superflua ostentación / sino pretensión tan necia, / cera alumbre, de Venecia, / y a mí de Génova acero, / que es dinero”. Y Góngora se rinde: “definir más no quiero / qué es dinero”. Así, a sólo unas cuantas décadas de distancia los dos poetas denuncian el imperio del dinero de manera completamente distinta, guiados por dos distintas épistémès. Por enseñarnos a percibir esas grietas, esas fronteras, sin que por ello se deban dejar de ver otros detalles, debemos agradecer al maestro.
Jean-Paul Sartre acusó a Foucault de “rechazar la historia” en Las palabras y las cosas. Traduzco al primero: “Lo que Foucault nos presenta es, como lo ha visto bien Kanters, una geología: la serie de capas sucesivas que forman nuestro ‘suelo’. Cada una de esas capas define las condiciones de posibilidad de un cierto tipo de pensamiento que ha triunfado durante un cierto periodo. Pero Foucault no nos dice lo que sería más interesante: cómo cada pensamiento está construido a partir de esas condiciones, ni cómo los hombres pasan de un pensamiento al otro. Necesitaría para ello hacer intervenir la praxis, por lo tanto la historia, y es precisamente lo que rechaza. Cierto, su perspectiva sigue siendo histórica. Distingue épocas, una antes y otra después. Pero remplaza al cine por la linterna mágica, al movimiento por una sucesión de inmovilidades”.
En una reciente presentación de su excelente libro sobre E. P. Thompson (UAM, Biblioteca Básica, 2008), Carlos Illades decía que una motivación para escribirlo era el asombro que le causaba ver cómo la historiografía se habían transformado en unos cuantos años, al grado que hoy no se encuentran en las librerías los libros de Thompson, autor que es para los historiadores de la generación de Illades una referencia obligada. Carlos adhería públicamente en ese mismo acto al proyecto de Thompson y de la escuela de los Annales de escribir una historia total. Así, incluso entre quienes optan por la unidad de los procesos históricos (la historia total), existen discontinuidades absolutamente asombrosas (como la generacional que lleva al autor a escribir el libro sobre Thompson, porque en unos cuantos años el paisaje intelectual se ha transformado completamente).
Ahora bien, como no vale la pena confiar ciega y dogmáticamente en la descripción foucaultiana de una sucesión de épistémès incompatibles unas con otras, es indispensable preguntarse qué es lo que explicaría esas rupturas. ¿Por qué en unos cuantos años ocurren, de tiempo en tiempo, esas revoluciones en la manera de pensar? Creo que una epistemología coherentista logra explicar ese misterio. Para Foucault, una épistémè es la experiencia bruta de un orden y de sus modos de ser, asociada a una época y a una cultura. "En una cultura y en un momento dado -escribe-, no hay siempre sino una épistémè, que define las condiciones de posibilidad de todo saber. Ya sea el que se manifiesta en una teoría o el que está silenciosamente presente en una práctica". Ahora bien, si nuestro pensamiento (la experiencia del orden) es el resultado de un sistema holista de creencias influenciadas por prácticas, instituciones, conceptos y demás especificidades históricas y culturales que forman un todo coherente, es decir una épistémè como yo la entiendo, entonces el paso de un sistema de pensamiento a otro es difícil sin ruptura. La razón es que cada sistema coherente da lugar a una experiencia particular y a modos de ser específicos. Una metáfora topológica permite comprender lo anterior: para pasar de un poliedro de digamos 17 lados a uno de 18, es necesario que la primera de esas figuras se rompa, se derrumbe o, al menos, que se descomponga, que se deforme; así coexisten continuidad (la transformación sucesiva de los poliedros, de las épistémès) y discontinuidad (órdenes que deben morir para dar paso a otros). Agradezco a Robert Webb la autorización para el uso de las imágenes de sus poliedros: http://www.software3d.com/Stella.html.