20110627

Historia de la mente: Agustín de Hipona































Fue necesaria la influencia cultural norafricana para quebrar la hegemonía del ethos griego en el mundo occidental. Del ideal griego de hombre magnánimo (altivo, valiente, discutidor, celoso de su honor) al de siervo de Dios (humilde, introspectivo, supuestamente amoroso y caritativo). De las virtudes cardinales para Platón (fuerza, templanza, sabiduría, justicia), a las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad). No es un azar que la vida monástica sea un invento copto, es decir, egipcio. Se dice que cuando la iglesia católica eligió en el concilio de Cartago de 417 como doctrina oficial la filosofía del obispo Agustín de la ciudad de Hipona (hoy Annaba, Argelia), comenzó la edad media. Ese corte no me parece mera historia hagiográfica. Los conceptos que Agustín ayudó a moldear (creación, santidad, fe, gracia, persona/prójimo, amor cristiano, la verdad como Dios) fueron la base del pensamiento medieval hegemónico durante quinientos años. No fue, entonces, con la penetración de la cultura arábiga a partir del siglo XI que el occidente se vio transformado por la cultura oriental, sino varios siglos antes.
Vernant afirma que con el surgimiento del hombre santo, el asceta, el anacoreta, el hombre de Dios, también emerge un tipo de individuo. “Una nueva forma de identidad toma cuerpo en ese momento: ella define el individuo humano por sus pensamiento más íntimos, sus imaginaciones secretas, sus sueños nocturnos, sus pulsiones llenas de pecado, la presencia constante, obsesiva, en su fuero interno, de todas las formas de tentación”. Pierre Hadot elige el siglo IV para fijar el surgimiento de la autoconsciencia: “En vez de decir: el alma, Agustín afirma: soy, me conozco, me amo, esos tres actos implicándose mutuamente […] Fueron necesarios cuatro siglos para que el cristianismo alcanzara esta consciencia del yo”.
No es seguro que Agustín haya “anticipado” el cogito cartesiano. Cuando un contemporáneo de Descartes, el padre Mersenne, afirmó que lo había hecho, Pascal salió en defensa del primero: “Quiero preguntar a personas imparciales –escribe Pascal- si el siguiente principio: ‘La materia se encuentra en la imposibilidad natural e insuperable de pensar’, y este otro: ‘Pienso, por lo tanto existo’, son en efecto una misma cosa en la mente de Descartes y en la de San Agustín, quien decía lo mismo hace mil doscientos años”. Enseguida, se responde: “En verdad, estoy lejos de decir que Descartes no sea el verdadero autor, incluso si él tomó [tales principios] de la lectura de aquel gran santo; pues conozco la diferencia que hay entre escribir una palabra aventuradamente, sin hacer una reflexión más larga y profunda, y encontrar en esa palabra una serie admirable de consecuencias, probar la distinción entre la naturaleza material y espiritual, hacer de ello un principio firme y sostenido de la física entera, como lo intentó hacer Descartes. Y, sin examinar si ha tenido éxito en su tentativa, asumo hipotéticamente que lo ha tenido y es como parte de esta suposición que afirmo que esa palabra [cogito] es distinta en sus escritos de la misma cuando es mencionada de manera pasajera en otros, tanto como es distinto un hombre muerto en comparación con uno lleno de vida y de fuerza” (AP 358).
La fuerza de estas palabras es tanto más significativa si pensamos que Pascal era cercano al jansenismo, doctrina católica inspirada en San Agustín y desarrollada por Cornelio Jansen, obispo de origen holandés enfrentado a los jesuitas. En todo caso, es seguro que Agustín afirma, siguiendo a Plotino, que la mente no forma parte del cuerpo y que el darnos cuenta que pensamos no es resultado de una sensación (como, vimos, piensa Aristóteles): “si [el alma] fuera en verdad alguna de estas cosas [fuego, aire, cuerpo] pensaría en ella muy de otra manera que en las demás. Es decir, no pensaría en ellas mediante las ficciones de la fantasía, como se piensa en las cosas ausentes que han estado en contacto con los sentidos, bien se trate de ellas mismas, bien de otras muy semejantes, sino por medio de una presencia íntima y real, no imaginaria (nada hay a la mente más presente que ella misma) […] Si logra despojarse de todos estos fantasmas y no cree que ella sea alguna de estas cosas, lo que de ella misma quede, esto sólo es ella.” En resumen, podemos decir que la autoconsciencia es, en cierto sentido, una invención del cristianismo.

20110621

Aristóteles: autoconocimiento pero no autoconsciencia


Aristóteles describe claramente la existencia de la autoconsciencia… pero en Dios. La esencia misma de Dios consiste en ser “entendimiento que se capta a sí mismo captando lo inteligible”, “pensamiento del pensamiento”. No se trata, desde luego, del dios de Abraham, de Isaac, de Jesucristo, de Pascal, sino del dios de los filósofos y de los sabios. El dios de Aristóteles es semejante a lo que será siglos más tarde el dios de Descartes, en tanto ambos resultan de sendas teorías metafísicas. En el caso de Aristóteles, Dios es la entidad primera que mueve sin estar ella misma en movimiento. Es el primer motor. Pero lo asombroso de Dios es que pueda pensar sin ser cuerpo, pensar siendo mente ¿Hoy nos sorprende que una mente piense? Derbey cree que Aristóteles contrapone el noûs divino al noûs o inteligencia humana: mientras que el pensamiento divino es su propio objeto y se piensa directamente a él mismo, por el contrario, para el estagirita, el conocimiento del hombre lo es siempre de otro (aeì állou) y de sí mismo solamente de manera indirecta (hautēs en parérgōi).
Que, para Aristóteles, la mente humana sea incapaz de poseer la autoconsciencia es reafirmado por otros intérpretes. Brunschvig observa en los griegos “una especie de cogito paradójico que podría formularse de la siguiente manera: me veo (en mi obra o en cualquier otra de las proyecciones de mí mismo [como son mi amigo, mi deudor, mi hijo, mi reflejo, mi sombra]), por lo tanto soy; y soy allí donde me veo; soy esta proyección de mí que veo”.
Pero el asunto es complejo. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles menciona claramente que cuando sentimos que pensamos es precisamente cuando sentimos que somos. Siento que pienso, por lo tanto, siento que soy. Haciendo un juicio rápido, esto se parece al cogito ergo sum cartesiano. Eh aquí el párrafo según la traducción de Araujo y Marías: “si el que ve se da cuenta que ve, y el que oye de que oye, y el que anda de que anda, y en todas las otras actividades hay igualmente algo que percibe que estamos actuando y se da cuenta, cuando sentimos, de que estamos sintiendo, y cuando pensamos, de que estamos pensando, y percibir que sentimos o pensamos es percibir que somos” (las cursivas son nuestras, para enfatizar que Aristóteles se refiere a la percepción del propio pensamiento). Jean-Pierre Vernant interpreta precisamente dicho fragmento como una prueba de que Aristóteles se refiere a la autopercepción del propio pensar, distinta de la autoconsciencia : “Existo –interpreta Vernant- porque tengo manos, pies, sentimientos, camino, corro, veo y siento. Hago todo eso y sé que lo hago” (las cursivas son nuestras, para enfatizar que Vernant compara la consciencia o saber acerca de las acciones de nuestro cuerpo con la percepción de nuestro pensamiento que menciona Aristóteles). Pero ¿Por qué compara Vernant el “pensar que sentimos” con el “sentir que pensamos”, invirtiendo los operadores doxásticos? Por el contrario, lo que Aristóteles compara es el “percibir que pensamos” con el “percibir que sentimos”.
La lógica epistémica nos ayuda a formalizar fácilmente el orden de las distintas actitudes proposicionales que están en juego, gracias a operadores doxásticos correspondientes a la sensación y al pensamiento.
Aristóteles dice que [Sentimos o percibimos que (Pensamos que p)] = S P p
Vernant dice que Aristóteles dice que [Pensamos que (Sentimos que p)] = P S p
La autoconsciencia, en todo caso, consistiría en [Pensar que (Pensamos que p)] = P P p
Así, si bien Aristóteles no aludiría en estricto sentido a la autoconsciencia, sí se referiría a la experiencia sensible del funcionamiento de la propia consciencia.
Pero si observamos que el fragmento citado por Vernant proviene de la mente de un filósofo en acción, el Aristóteles histórico, entonces podemos formalizar también esa presencia añadiendo un operador doxástico, el de la de la mente del autor de la reflexión filosófica. Tenemos que [Aristóteles piensa que [Sentimos que [Pensamos que p]]] = P S P p
Como PSPp no significa lo mismo que PPp, debemos concluir junto con los autores citados más arriba que Aristóteles no alude en estricto sentido a la autoconsciencia, ni siquiera en el fragmento mencionado. Alcanzar la autoconsciencia depende ya solamente de la eliminación de ese mediador que es la sensación (S), mediador entre el pensamiento reflexivo del filósofo (P) y la representación de la actividad de su propia mente (Pp).
Kahn observa en Aristóteles “una ausencia total del sentido cartesiano de la radical y necesaria incompatibilidad entre pensamiento o consciencia, por un lado, y extensión física, por el otro”. Es decir que Aristóteles no habría reconocido la separación entre mente y cuerpo, sustancia inextensa y sustancia extensa, y quizá debamos elogiarlo por ello, dado lo problemático que nos resulta hoy explicar la autonomía relativa de la primera con respecto al segundo. Quizá debamos rescatar la poderosa intuición de los antiguos, el pensamiento no se piensa si no existe siempre algo intermedio que lo sienta, es decir, el cuerpo, cerebro y sistema nervioso.
Pero para someter a prueba una conclusión tan fuerte (la de que en Aristóteles la mente es cuerpo y está mediada necesariamente por las sensaciones), vale la pena observar lo que dice en otros textos con respecto a nociones similares a la de autoconsciencia, en particular, la de autoconocimiento. En el libro IV de la Ética a Nicómaco, trata de la virtud llamada megalopsykhia o magnanimidad. Ésta es la grandeza del alma (psykhe) y requiere, además, del conocerse a uno mismo. La grandeza del alma significa grandeza con respecto a cada una de las diferentes virtudes (valentía, templanza, generosidad, franqueza, etcétera), de modo que la persona magnánima tiene que ser virtuosa en general. La magnanimidad es el justo medio entre el vicio de la infamia en el que se colocan por sí mismos los hombres tímidos, y el vicio de quien aspira a honores inmerecidos. En resumen, el megalopsykhos es una persona que se encuentra a medio camino entre el pusilánime y el pretencioso (con aires de superioridad sin fundamento) que no se conocen a sí mismos.
La diferencia entre la autoconsciencia y el autoconocimiento en Aristóteles radicaría en que la primera es concebida como conocimiento meramente contemplativo y autoreferente (reflexivo) de la mente, mientras que el segundo es una phronesis, un conocimiento práctico del sujeto acerca de sí mismo (no acerca de su mente). A pesar de que el libro IV de la Ética a Nicómaco no atribuye directamente la phronesis al megalopsykhos, una interpretación sistemática nos permite hacer esta relación. Por un lado, Aristóteles distingue al hombre magnánimo (libro IV) del filósofo contemplativo (libro X). En los Analíticos posteriores, incluye entre la lista de megalopsykhos célebres a Sócrates, el filósofo comprometido, junto con soldados que tuvieron un gran sentido de compromiso colectivo (Aquiles, Ajax, Alcibíades, Lisandro). Por lo tanto, el "hombre de alma grande" es, para Aristóteles, alguien virtuoso y con un fuerte sentido comunitario.
En conclusión, la autoconsciencia sería, para Aristóteles, una práctica exclusiva de Dios. En cambio, el autoconocimiento dependería de la virtud humana suprema, la magnanimidad. Aunque la descripción del megalopsykhos coincide para nosotros, modernos, con la de un individuo altivo y displicente, que desprecia a la mayoría de los demás, que no busca honores, ni cree depender de la buena suerte, para Aristóteles se trata, literalmente, del tipo de "hombre perfecto" (definición flexible de la perfección humana pues comprende tanto al iracundo Aquiles como al dubitativo Sócrates).

20110612

El abominable refutador de la teoría de la decisión racional

A Zenia Yébenes

Evito pronunciar las palabras “rational choice” durante cenas, cockteles y fiestas de cumpleaños desde que un rechoncho y antipático personaje me preguntó después del homenaje a la Dra. Diez:
-Ah, eres profesor ¿Y qué enseñas?
-Ahora mismo, tengo un curso de filosofía moderna y otro de teoría de la decisión racional -respondí.
-¡El rational choice! ¡Pero si no existe eso, hombre! En economía hemos encontrado que no existe el hombre r-a-c-i-o-n-a-l, el homo economicus.
-Nadie cree ya en la existencia de las mónadas pero leemos en la universidad la Monadología de Leibniz... -reparé.
Soltó una risilla complaciente y se ensartó sin que nadie se lo pidiera en una descripción de su propio objeto de estudio, las “crisis financieras globales”. Me contó que recién había regresado de Estambul, después de conferenciar en Dakar y Quito. Hablaba del fin del capitalismo toyotista, creo, y de la próxima caída del imperio americano. Me dio la impresión de que era una especie de charlatán que recorría el mundo diciendo lo que querían oír académicos de países pequeños y a medio desarrollarse. Más allá de sus peripecias mundiales, esa tarde no logré aprender nada acerca de las crisis financieras.
En otra ocasión, fue una mujer flaca de ojos verdes la que se me acercó en casa de Tania y Jacinto y, con su mejor sonrisa sarcástica y leves golpes a mi esternón con su copa de vino, me espetó: “El rational choice ¿verdad?… pues eso hace muchos años que fue completamente abandonado en las ciencias sociales. Nosotros, en el Colmex, rechazamos a cualquier aspirante al doctorado que no se haya enterado aún de la noticia y en la Revista Mexicana de Análisis Feminista nunca aceptamos esos ridículos enfoques, ni siquiera cuando estaban de moda en los años ochenta…”. Bla-bla-bla. Con esa mujer no me dieron ganas de argumentar que soy un mero expositor de una teoría poseedora de una lógica y una matemática original, elegante y a medio camino entre la psicología y la epistemología, que distingo el cliché “rational choice” del concepto riguroso de “teoría bayesiana de la decisión”, que ésta es útil para estructurar al joven filósofo en tecnicismos necesarios para abordar problemas tan distintos entre sí como la causalidad, el determinismo, la acción comunicativa, la teoría de juegos o la selección natural. Pero preferí agachar sumisamente la cabeza y fingir vergüenza, para que la mujer se calmara. Al fin me soltó y me cambió por el pastel de la fiesta.
Pero ni siquiera esas y otras anécdotas similares me habían preparado a ese terrible encuentro que ocurrió hace más o menos dos años. La secretaria del departamento me había avisado que un joven quería verme y que acudía frecuentemente, poco antes de las 19:00 horas, cuando ni ella, ni yo estábamos ya en la universidad. Se las arreglaba para que el guardia de la tarde le permitiera dejar sucesivas notas, reclamando mi presencia. Si las ignoré fue porque se aproximaban los exámenes finales y pensé que se trataría de un alumno que no estaba en mis listas y quería un trato preferencial. Pero una tarde, mientras calificaba exámenes en mi cubículo, golpeó a la puerta de manera enfática, aunque no grosera.
Era un joven corpulento y barbudo. Vestía un hermoso sweater de lana, mexicano, creo, como los que hacen en Chinconcuac o en Michoacán.
-Quisiera mostrarle, profesor, algunos trabajos míos –dijo, mientras hurgaba en su morral y me entregaba un cuaderno tamaño carta marca Scribe.
-¿Qué es esto? –pregunté.
-Ábralo, por favor –insistió.
Abrí el cuaderno en su primera hoja, pero sólo reconocí un número telefónico acompañado de unas siglas. En el anverso de esa primera hoja, en cambio, encontré una sucesión de símbolos impresionante, pero sin un encabezado que me diera pistas. Abrí al azar el cuaderno en otra parte y encontré nuevos símbolos. Evidentemente, se trataba de pruebas lógicas.
-¿Qué es lo que usted quiere que vea? –pregunté.
-Se trata de una cadena de demostraciones por reducción al absurdo.
-Ya veo.
-Cada una está ligada a la precedente, es decir, se ocupa de refutar el teorema que se probó antes.
-Ridículo –le dije-, no puede usted refutar un teorema de imposibilidad recién probado, a menos que no se tratara de un verdadero teorema.
-Precisamente en eso consiste el gran interés y carácter revolucionario de mi trabajo.
-Sigo sin entender.
-La cadena de demostraciones es exhaustiva en el sentido de que a cada uno de los teoremas le corresponde su refutación. No sólo eso, el orden es descendente. Si usted ve el último de ellos, éste constituye la prueba de la imposibilidad del anterior y así sucesivamente…
-¡Espere! –lo interrumpí-, estoy muy cansado y no entiendo nada de lo que usted me trata de decir, aunque sospecho que no tiene sentido. ¡Además, estos formalismos no corresponden al cálculo de relaciones!
-Desde luego que no, profesor, se trata de lógica de predicados paraconsistente.
-No conozco ese lenguaje, lo siento.
-No se preocupe, tengo conmigo una presentación informal del sistema, bueno, no es realmente un sistema.
Dicho esto, el visitante sacó del morral otro cuaderno Scribe, con una portada igual a la del anterior. Lo abrí con verdadera curiosidad y comencé a leer:

“Sea un individuo A que se enfrenta a las opciones X y Y bajo las siguientes condiciones:
i) Sea la utilidad esperada de X menor a la utilidad esperada de Y si y solamente si A prefiere X sobre Y;
ii) Sea la utilidad esperada de Y menor a la utilidad esperada de X si y solamente si A prefiere Y sobre X;
iii) A elige la opción que le reporta la mayor utilidad esperada.”


Interrumpí la lectura:
-¿Quiere usted decir que el individuo de su ejemplo elige la opción que no prefiere?
-¿Y no es ello posible?
-Desde luego que lo es, pero no se trata entonces de una decisión racional.
-¡Profesor! Observe usted que, de acuerdo con iii), A elige la opción que le reporta la mayor utilidad esperada, tal como lo recomienda la teoría de la decisión racional. El resto son preferencias subjetivas, tan legítimas como cualquier preferencia subjetiva.
-Con todo respeto, amigo, su ejemplo es absurdo y trivial.
-Estamos de acuerdo, profesor, eso es justamente lo que pretendo probar… inicialmente. Enseguida itero la situación y, por reducción al absurdo, demuestro que la decisión absurda es perfectamente racional, para luego producir un nuevo teorema de imposibilidad y así sucesivamente. Mi cadena deductiva es exhaustiva y, lo que es más, se aplica tanto al dominio como al codominio. Sostengo que no existe en la historia de la filosofía otro trabajo que transmita una experiencia tan vívida y rigurosa de la contradicción. Por si fuera poco, como cada teorema de imposibilidad le responde al anterior, hace honor al carácter dialógico de nuestra disciplina y de la dialéctica, tanto de la platónica como de la hegeliana. Y, finalmente, no está de más observar que todas las teorías económicas que soportan el capitalismo se ven arrastradas por este verdadero tornado intelectual, un rabo de nubes como diría Silvio… ¿o no es acaso cierto que en el núcleo mismo del neoliberalismo se encuentran acechando los axiomas del rational choice?
-¡No entiendo, no entiendo! –grité.
-Eureka, profesor, ¡me alegro tanto! ¡estamos de acuerdo!