20091121

Manual práctico de las distancias cortas XVII: De Dios ¿o del absurdo?


Sin duda, la peor de las perversiones que me hace sufrir Luz Irizábal durante este encierro es privarme de libros, porque del resto… siendo su esclavo sexual no carezco completamente de gratificaciones, al menos hasta ahora. Luz pretexta que en Shanghai no hay librerías occidentales y que lo único que podría comprarme serían bestsellers en inglés o manuales para inversionistas. No le creo. Seguramente no se atreve a entrar en una librería por miedo a hacer el ridículo. No por nada, cuando en el avión mencioné a Giorgio Agamben ella entendió Giorgio Armani y cuando de reojo leyó que yo escribía algo sobre Habermas en mi cuaderno de notas, me preguntó si estaba investigando sobre Halloween: "Ay, es que tu letra es muy fea", dijo tratándose de justificar. Al conocernos, le había preguntado cuál era su libro favorito y me dijo que Las mil y una noches, pero al charlar comprendí que no lo había leído y que estaba blofeándome. Por suerte, en mi portafolio llevo siempre ensayos qué calificar de mis alumnos y, en esta ocasión, ellos me permiten alargar mis meditaciones lo más posible. Al cabo de un rato de lectura, me acerco a la ventana y alargo la vista desde este piso 38. Alcanzo a ver un templo ¿budista, confucionista, taoísta? Veo también los rascacielos que crecen entre las ruinas de pagodas y viviendas tradicionales. Luego vuelvo a la lectura o, más bien, al desciframiento de los párrafos garrapateados de mis estudiantes y así espero a que Luz regrese con comida exótica y algún nuevo capricho.
De los ensayos, el de Alejandrina me ha sorprendido por su ingenio, al aplicar el principio de razón suficiente de Lebiniz al tema de la existencia humana. “Por algo estamos aquí” dice ella. Leibniz cree que hay siempre un fundamento del enlace intrínseco entre los términos de una proposición verdadera (es decir, Praedictaum inest subjecto, todo predicado está encerrado en el sujeto) y que un corolario de ello es el axioma vulgar de que todo tiene una razón en este mundo. De otro modo, según Leibniz, habría proposiciones absurdas donde el sujeto no contendría el predicado (filósofos que no filosofasen, sillas que no sirviesen para sentarse en ellas, etc.). Y es que en el siglo XVII el azar y el absurdo eran todavía suposiciones quiméricas. Los conceptos de suerte, azar, fortuna, apenas estaban siendo formalizados y coexistían, mal que bien, con el determinismo. Para estos filósofos, el futuro estaba escrito aunque fuera como resultado de un cálculo en la mente de Dios. En el siglo XIX, llegó el argumento de la muerte de Dios y sus corolarios: la interpretación metafísica de la mecánica cuántica y la literatura del absurdo en el XX. Pero para Alejandrina, el principio de razón suficiente ha vuelto a ser válido, precisamente por el fracaso de los fenomenólogos del absurdo, de Kafka a Ionescu, de Tzara a Fellini, pasando desde luego por los surrealistas y los pintores expresionistas abstractos. No por nada, el absurdo de escritores contemporáneos como Murakami ha vuelto a ser místico.
Lo interesante es la estrategia cognitiva que siguen ella y algunos otros estudiantes del siglo XXI para abrirle un campito a la idea de Dios. El argumento del sombrero que le da Leibniz a Arnauld, y que para mí sigue siendo un ejemplo ridículo, es reelaborado por Lidia Chávez. Como se sabe, más allá de postular la armonía preestablecida entre los seres, que marchan como relojitos independientes unos de otros pero sincronizados, Leibniz cree también en la armonía entre el mundo material y el espiritual. Y no es que mi espíritu le diga a mi mano que se acomode el sombrero, sino que milagrosamente coinciden mi voluntad de acomodarme el sombrero y el movimiento de mi brazo que hace lo propio. Pues Lidia encuentra en este argumento ad hoc de Leibniz a Arnauld, una manera de salvar a Dios en nuestra sociedad tecnológica. Si mi computadora Toshiba funciona mientras escribo en la cumbre de un rascacielos chino, detrás de mí un Dios neoliberal deja hacer y deja pasar. No interviene, está de acuerdo.
Fidel, por su parte, también rescata de los escritos de Leibniz argumentos teológicos, en vez de interesarse por la lógica o por el proyecto epistemológico de éste. Dice que Leibniz entiende a Dios como un todo y no como el todo. La característica de ese todo sería, en términos cartesianos, el hecho de contar con ideas perfectamente claras y distintas. Ese todo sería compatible con otros todos, pues Leibniz insiste a lo largo de su obra en que las mónadas o unidades de la realidad reflejan la totalidad del resto de lo existente, aunque ellas mismas no tengan ventanas. Por lo tanto, Dios sería una mónada que no se distinguiría cuantitativa sino cualitativamente de otras, pues para ser un todo se requiere poseer un número preciso de elementos (la totalidad, cifra común a todos los todos, al menos antes del descubrimiento de la aritmética transfinita), mientras que la manera de poseerlos sí puede variar. Habría de todos a todos. No todos los todos serían iguales. Y Dios sería un todo entre otros, pero se apercibiría de ello con una clarividencia total (en un sentido cualitativo de totalidad). Dios sería el único todo que poseería todo el conocimiento. Esta lectura hace compatibles las perspectivas de Leibniz y de Spinoza, la diversidad y la unidad de lo substancial, y anticipa a Hegel, quien postulará más tarde que el absoluto es una conciencia universal.
La asombrosa comodidad con la que mis estudiantes escriben argumentos metafísicos me rebasa. Si yo fui formado en el más austero empirismo lógico, tanto en México como en Francia ¿de dónde sacan ellos estas reflexiones? Lástima que estén equivocados. Sería tan útil que el hombre pudiera escalar para pensar más allá de su propia mente, pero es imposible, tan imposible como para mí salir de esta torre.
El entusiasmo y la sorpresa que me causan estas disquisiciones teológicas de mis estudiantes se ve interrumpida por el ignaro que nunca se apareció en clase, que tuvo la desfachatez de presentarse al examen y que me traduce cogito ergo sum por “sólo sé que no se nada”. Tú lo has dicho, meu filho.

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