Ante el silencio de las destinatarias a las que había enviado mensajes en el sitio de encuentros, mi instinto de autoestima salió en su propia defensa: "esas pobres chicas deben estar desbordadas de actividades -pensé- y no se conectan con frecuencia a Internet, por eso no te escriben; debes comprenderlas y tenerles paciencia". Pero mis pulsiones autocríticas se aliaron con el enemigo en contra de mi instinto de autoestima: "basta con revisar cuántas están conectadas a Internet". Una pequeña señal roja en la página de cada usuaria del sitio de encuentros mostraba si estaba conectada o no. Cuál sería mi sorpresa: la mayoría de las chicas estaban conectadas. Probé horas más tarde y confirmé mis temores: varias seguían conectadas. Luego de varias pruebas pude darme cuenta que las candidatas seleccionadas por mi para salir conmigo podían clasificarse en diurnas y nocturnas, pero que independientemente de esta observación sociológica la mayoría estaban sacándole mucho provecho a su suscripción. ¿Si no me respondían qué estarían haciendo? Flirteando con otros, obviamente. ¡Esas mujeres estaban con los demás usuarios y no conmigo! ¿Con quiénes? ¿Con los innumerables burócratas trajeados y engominados que aparecían en el sitio de encuentros? ¿Con los rancheros que usaban seudónimos como papituyo, fightlover, gueroranchero? Me costaba trabajo creer que alguna de mis favoritas pudiera sentirse atraída por tipos que se hacían llamar divorciado007 o volcanjalapeno.
Entonces sentí que había cometido un gran error al anunciarme en ese sitio de encuentros. La vergüenza no era que yo, un intelectual, estuviese ahí, sino que ninguna chica me eligiera y que me colocasen al final de la lista como a un paria. La angustia de que la noticia de que nadie me había contactado se difundiera por obra de Serendipiti entre mis amigos comenzó a invadirme. Tenía que hacer algo y de manera urgente. Tenía que ampliar mis criterios de búsqueda, modificar los parámetros y aumentar el número de mujeres que potencialmente pudieran aceptar mis avances. Entré al sitio al borde de un ataque de nervios y modifiqué mis preferencias: “Hombre de 37 años busca mujer de entre 18 y 55 años”. Punto. Borré la mayor parte de las florituras y especificidades en el rubro “tu pareja ideal”. Intereses: marqué "no seleccionado", raza: marqué "no seleccionado", profesión: marqué "no seleccionado"; ingresos: marqué "no seleccionado"; estado civil: marqué "no seleccionado". Eso ampliaba mis horizontes lo más posible. Desde luego, no significaba que estaría dispuesto a acostarme con cualquiera sino, más bien, que invertiría más tiempo en el proceso de selección, que me convertiría en una especie de headhunter de mi propia compañía. También cambié mi presentación, inspirándome en una retórica kantiana: “El ser humano es complejo, no debe ser reducido a un medio sino que es un fin en sí mismo y va contra la dignidad de las personas pretender definirlas rígidamente. Por eso busco alguien muy especial a quien no pretendo definir a priori.” Los frutos llegaron rápidamente. Fue gracias a esta estrategia que Shamanta entró en contacto conmigo. Era una tapatía de 42 años, pechona como una codorniz y falsamente rubia. Pero no estaba fea. Transcribo el primer correo electrónico que me envió:
“Soy verdad –verdad impura-,
“transparente, sin recodo:
“no puedo ser de otro modo
“ni transformar mi estructura.
“En mis entrañas fulgura
“la obsesión de un pensamiento
“que es hambre sexual que siento
“en mi cerebro encendida.
“Es incurable mi vida:
“¡soy y seré sexo hambriento!”
Un puñado de personas, las que me conocen mejor, saben cuántas veces he iniciado este Manual práctico de las distancias cortas, la primera en un cuaderno de adolescente, luego en una libreta de contabilidad robada a mi jefe, más tarde en un foro de discusión por Internet. Y siempre ha naufragado, quedando fatalmente inconcluso, perdiéndose unas partes cuando avanzo en otras. ¿Cómo debo traducir la palabra francesa pitoyable? En el sentido de este reiterado y pitoyable esfuerzo de querer expresar otra vez lo que había intentado ya, sin éxito, una y otra vez. La palabra viene de piedad (pitié, pitoyable), pero alude más bien al desprecio (es pitié meprisante), de tal modo que remite en castellano a ridículo y miserable. Ridículo y miserable esfuerzo de recomenzar el Manual. Pero no es un azar si para Freud la pulsión de placer (del niño hacia su madre, del padre a la hija, de todos hacia su propia libido) y luego la compulsión de repetición (esas obsesiones que nos definen a través de los actos recurrentes) explican lo más profundo de la naturaleza humana. Y ambas explican este texto que estoy escribiendo: pulsión de sexo y de amor que se retuerce sobre sí misma y se convierte en obsesión de la pulsión, repetición circular de esta misma pasión enfermiza. Mi supuesto "romanticismo" no es más que un erotismo que se ignora, mi "erotismo" no es sino lujuria reprimida, mi "lujuria" es pornografía por otros medios y sólo a esta última debe quitársele las comillas y dársele el título de obsesión. Sólo la voluntad obsesiva de escribir el Manual podía hacerme vencer el miedo de encontrarme con alguien como Shamanta. Y estaba listo para vencer mis temores.
Un vulgar hedonista creería que saciar hasta el máximo los instintos carnales es lo que busca secretamente este escribidor, como todos los pornógrafos libertinos. Pero es falso, es imposible creer que lo que perseguimos es la orgía perpétua, prolongar el placer, renovar la excitación con la escritura ¡cómo pensarlo si escribimos exhaustos, vaciados, justo cuando las experiencias que traducimos en palabras nos han abatido! Los textos eróticos pueden despertar la libido de los lectores pero no son escritos en un estado libidinoso, son un extrañamiento de sus autores respecto de sí mismos, un recuerdo. Son la traducción en palabras de lo que forzosamente es un amasijo de sensaciones y pensamientos ya no sexuales sino intelectuales, y que necesitamos desmelar no para seguir gozando sino para no vivir confundidos.
El caso es que fui a casa de Serendipiti y le leí el mensaje de Shamanta.
-Esta mujer es una usurpadora –me dijo-, te apuesto a que el poema que te envía no es suyo.
-Eso es lo de menos, Serendipiti. No se trata de un problema de derechos de autor. No te concentres en la parte de la usurpación, sino en la otra.
-¡Cómo! Si miente en algo así, mentirá en cualquier circunstancia.
-No, ella no ha mentido, porque no me ha dicho que sea la autora del poema.
Ví cómo Serendipiti me jalaba a su lado y fruncía la boca como si quisiera consolarme:
-No necesitas relaciones virtuales por Internet.
-Ya lo sé –respondí-, las prefiero reales.
-Eres un hombre que vale la pena, encontrarás el amor, serás amado, no necesitas ir hasta Guadalajara –continuó Serendipiti mientras me masajeaba el cuello debajo de las orejas.
-Sólo quiero divertirme un poco, Spiti… –alcancé a decir antes de que mi boca fuera clausurada por sus dientes que apostados sobre mis labios abrían paso a su lengua, misma que entraba a buscar mi lengua, al mismo tiempo que sus brazos me rodeaban y una de sus piernas se enroscaba en otra mía. Fue así que volví a quedar saturado y condenado a escribir estas líneas como catarsis. ¿Me entienden? Cuando el libertino pornógrafo ha dado hasta el límite de sus fuerzas e implorado tregua, sólo entonces puede -debe- comenzar a escribir:
Hicimos el amor dos veces, o toda la noche, según como se vea. Serendipiti tiene el don de unir el sexo a la conversación: su voz me susurraba preguntas al tiempo que me mordía las orejas. Al ritmo de anécdotas inacabables modulaba el oleaje de nuestras caderas. Y sólo dos veces en aquella noche debimos detener nuestra conversación completamente para dar paso a la marea, casi la tormenta, una danza violenta en la que hincados parecíamos rezarnos el uno frente al otro, articulados parecíamos cabalgar o atrapados de quien sabe qué asidero parecíamos columpiarnos. Dos veces; toda la noche. Fue éste el primer resultado tangible de mi suscripción al sitio de encuentros y no ocurrió, paradójicamente, con una chica inscrita en el mismo. Días después, Serendipiti me mostró con pruebas en la mano que, en efecto, el mensaje de Shamanta correspondía a una décima del poeta jaliciense Elías Nandino, de 1948, que había plagiado de Internet.
-Ya ves, te salvé de una plagiaria –me dijo satisfecha esta amiga buena.
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