Aunque nunca toqué las piernas blancas del David en Florencia, ni el mármol rojo congelado de la tumba de Bonaparte, un día me descubrí dentro de la casa de tierra de un abuelo Somba, una Tatá Somba. El y su familia no hablaban francés y al llegar sólo habíamos intercambiado saludos. Visité la cocina, con piedras de molienda alineadas una al lado de la otra. En medio de la habitación principal colgaba un tambor enorme, destinado a llamar a la comunidad en caso de un fallecimiento. Subí al granero y en el mirador de xilos que eran torres, probé en una calabaza la cerveza de mijo. En el suelo se secaba maíz, chile y otras verduras y granos que no conocía. Había niños, cabritos y perros, todos en el techo de la vivienda de terracota. En el jardín había baobabs, elefantes, gacelas, leones, leopardos, hipopótamos, el horizonte, el planeta entero, hasta el sol a lo lejos. Como todo cabía en ese pueblo, yo también podía estar allí, dentro de esta pequeña casa exhuberante. Más aún, me metí en una habitación y me recosté sobre el tapete azul y verde que servía de lecho. Miré, colgado del techo de ramas, un atado con ropa y un monedero. Había utensilios personales, algunas canastas y un recipiente de plástico, pero en total pocas cosas. La habitación olía ligeramente a madera y a tierra ¿o a la persona que dormía en ella?. Después de un rato, sintiéndome fresco, salí de nuevo a la terraza y me despedí con un gesto de agradecimiento. Bajé las escaleras y salí de la Tatá por la puerta coronada de "fetiches" (un cráneo de gacela y otro de mono, una tenaza de cangrejo, un amasijo de raíces y otro de vísceras secas de animales). Aparte de la modesta contribución a una asociación local por la visita de todo el pueblo, no pagué nada por entrar hasta lo más íntimo de esa casa. Cerca de ahí, un anciano ciego custodiaba un árbol sagrado. Me parecía un baobab como cualquier otro pero a ese árbol en particular no tenía permiso de acercarme.
Africa se me mostraba a través de un pudor al revés, invertido con respecto al mío. La vida privada era un asunto prosaico (un simple turista como yo no tenía marcadas fronteras de "intimidad" de los residentes locales), el misterio estaba más bien en el mundo. Conmigo sucede al revés. Mientras yo practico con frecuencia, como otros agnósticos, el deporte de blasfemar contra las religiones establecidas, allí regía un respeto solemne de lo sagrado, viniese de donde viniese. Si yo temo a los accidentes de carretera, allí se cuidaban más bien del odio de un eventual enemigo y de la furia del mar. A los pocos días de haber llegado a Benín, había visto mujeres con el pecho descubierto pero no en shorts, ni con faldas cortas (eran las piernas, no los senos, el centro erótico). Algunas de estas diferencias me irritaban mucho, como la manía de los choferes de camión de imponer a todo el pasaje casettes con sermones y canciones religiosas. Pero en otros momentos me sentía en sintonía con este misticismo generalizado y compartía el animismo. Como al visitar la sabana, verdadera patria de todos los primates erguidos. El 5 de enero, alrrededor de las 17:30 hrs., en la Pendjari, cerca de la llamada "laguna sagrada" (mare sacrée), en una llanura de pastos altos en la que estaba imaginando la vida que vivieron mis antepasados, crucé la mirada con una leona. Ella en libertad, yo en libertad. Expuestos el uno al otro. Me llené de terror y de fascinación por su presencia y, sobre todo, por su cercanía. Sus propios ancestros y los míos evolucionaron juntos en estas tierras, hace quizá cinco millones de años si nos referimos, respectivamente, a los primeros primates erguidos y bípedos, los homininos, y a los primeros Pantherinae que cazaron en las sabanas africanas. O hace quizá dos millones de años si pensamos en el Homo erectus y en los actuales Panthera leo, cuyos fósiles más antiguos han sido encontrados en lo que hoy es Tanzania. El caso es que, millones de años antes o después, se hicieron la guerra. Cazadores ambos, lucharon por la hegemonía. Con perdón de Kant, no se puede saber qué es el ser humano sin saber qué fueron los grandes felinos africanos y la sabana, nuestros grandes adversarios que contribuyeron a modelar lo que somos. Ahora quedan menos de 50 mil leones en libertad en el continente africano y más de 6 mil millones de humanos en el planeta (la primera cifra, por cierto, aunque dramática es más alta que la de otros carnívoros africanos que están a punto de desaparecer, como los guepardos y los perros salvajes -lycaon pictus-). La leona y yo nos mirábamos con miedo antes de calmarnos y aburrirnos el uno del otro al cabo de 5 minutos, para terminar ignorándonos (ella continuó su camino, yo el mío ¡habíamos visto tantas veces leones y humanos!). Estas preocupaciones mías no eran quizá tan distintas de las de Bucari, nuestro guía beninés. Para él, la leona era más que un animal, tenía un espíritu, el de sus ancestros. Las fuerzas naturales, los orishas, no son otra cosa que nuestros ancestros, incluso el rayo, el arcoiris o el mar.
En los años noventa había aproximadamente 100 mil leones libres en Africa y la población parecía estable. Hoy hay menos de la mitad. Se desconocen las causas de este pronunciado descenso, pero no sería sorprendente que estúpidos visitantes como yo hayan contribuído a agravar la situación. Al mismo tiempo, los habitantes de estas regiones requieren de fuentes de ingreso distintas de los cazadores. En todo caso, si los símbolos existen, la extinción de los leones, nuestro alter ego milenario, sería el símbolo más claro de nuestra propia inviabilidad como especie.
20090203
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2 comentarios:
Muy bien Hipólito. Ahí la llevas en tu narrativa. Muy buen relato.
J.D.G.
Pocas veces he sentido tanto miedo como ese día! afortunadamente estaba entre Caroline y tu! Buen viaje...
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