20081213

El embarazoso espectáculo de la reflexión

Espero a Ana que llega en metro. Le explico que al salir de la estación San Cosme debe caminar por la calle Naranjo hasta la casa. "Pero si vengo del Centro Histórico ¿debo atravesar o no la avenida San Cosme? ¿O tomo directamente la calle Naranjo al salir de la estación?", pregunta. Para poder responderle, mi reflejo es recordar mis hábitos cotidianos. Pero venir del Centro Histórico en metro no es uno de mis hábitos. En cambio, cuando voy al sur de la ciudad, en metro, una vez por semana, paso por el Centro Histórico y debo atravesar la avenida San Cosme. Por lo tanto, si yo "regresara" del Centro Histórico a mi casa, no debería atravesar la avenida San Cosme. "Toma Naranjo del lado que salgas, no es necesario cruzar la avenida", respondo al cabo de algunos segundos (que me parecen demasiados). Antes de colgar, trato de pensar en términos abstractos: norte, sur, este, oeste. "No, no es necesario cruzar San Cosme", confirmo.
Si para ir al este debo cruzar la avenida, para ir al oeste no debo cruzarla. Si para ir al este debo cruzar la avenida, al venir del este no debo cruzarla. ¿Se trata de principios lógicos o de meros hábitos? me interrogo.
Desde hace años, sé que la mayoría de los asesinatos en la Ciudad de México ocurren con motivo de un robo "con incidentes". Una vez un tipo me puso algo enfrente que pudo haber sido una pistola y me pidió que le diera el dinero y el celular. Se los dí sin reflexionar. Fue como si a partir de la reflexión previa acerca de la proporción de homicidios con motivo de robos, mi cuerpo hubiese llegado a una conclusión consistente en el acto automático de dar sin chistar en caso de robo ("si no quieres morir -me díje tal vez con mi acto- entrega todo lo que tengas"). A partir de ese robo, sentí verguenza, le dí muchas vueltas al asunto de la inseguridad, pensé en riesgos, en la importancia del valor y de la cobardía, en cómo hubiera acabado ese asalto si me hubiese negado a entregar mis pertenencias. Me impactó mucho que un día un taxista me dijera que teníamos que enfrentar la inseguridad si no queríamos seguir viviendo así para siempre, que debíamos reaccionar cuando otro fuese asaltado, etc. "Cuando veo un robo, detengo el auto y voy a ayudar a la víctima -me dijo-. Sé que por hacer eso un día me van a chingar, pero ni modo". Luego una amiga cercana se escapó cuando quisieron robarle el coche o secuestrarla, encontró una patrulla de policía y fue a buscar a los ladrones. Quizá por ello, la siguiente vez que un tipo me puso una pistola enfrente, me le escapé sin reflexionar, saturado de adrenalina. Me alcanzó a decir que me dispararía, pero yo corrí de todos modos. Poco después, sentí verguenza, le dí muchas vueltas al asunto de la inseguridad, etc. En ninguno de los dos casos recientes en que me han asaltado con una pistola enfrente he reflexionado antes de actuar. Más bien, es como si la reflexión previa hubiese sido encapsulada en mi mente y estuviese lista para transformarse en un acto automático.
Blaise Pascal se burlaba con las siguientes palabras del ridículo espectáculo de la reflexión: "La mente del hombre más poderoso del mundo no es tan independiente como para que no sea perturbada por el más ligero barullo que se produzca cerca de él. No se requiere del ruido de un cañón para impedir sus pensamientos: basta el sonido de un rehilete o de una polea. No se sorprenda usted de que él no razone bien en estos momentos: una mosca zumba en sus oídos: es suficiente para incapacitarlo. Si usted quiere que él pueda llegar a la verdad, espante a este animal que pone en jaque su razón y perturba esta poderosa inteligencia que gobierna ciudades y reinos."

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