Suena el despertador a las tres de la mañana, cuando apenas empezaba a dormir realmente. Me levanto y me visto sin darme un baño. Afuera del hotel, la calle está apenas iluminada. Otros turistan esperan ya. La camioneta nos recoge con 15 minutos de retraso y un alemán le reclama al chofer la falta de seriedad. Éste le dice que, si prefiere, pague un tour privado. Cruzamos la selva, somnolientos y a las cuatro de la mañana estamos subiendo al Templo VI de Tikal, entre un murmullo de cremalleras y bolsas de plástico, crujidos de impermeables y musiquitas de teléfonos celulares. Hay cuchicheos y quejas en diversos idiomas. Como en un teatro, ocupamos los asientos que construyeron los mayas hace cientos de años (aunque no para nosotros). Cuando al fin logramos callarnos, se escucha la última descarga de silencio, antes de descubrir rugidos ¿son ronquidos? de animales que parecen temibles, simultaneamente a la categórica transición de la noche al día. Los animales salvajes y el sol levantan el telón del mundo. Se inicia el espectáculo. Todo se impregna de luz sanguinolenta y de claridades. Algunas aves cruzan la escena como flechas. Los monos aulladores, los que fingían los rugidos del jaguar, dan entrada a un solo de pericos, de amazonas que se responden y al virtuosismo de un solista vestido de rosa y parado en la copa del árbol más alto, cantante tímido y potente a la vez.
Regreso unos días más tarde a la Ciudad de México. A las cuatro y media de esa primera madrugada, me despierta un concierto de ladridos. Es una rebelión de perros. Decenas ahullan y es obvio que se responden unos a otros. Entre sueños, reconozco a Cajou, creo adivinar también las voces del maltés y del dálmata de los vecinos e imagino a la jauría de labradores que veo frecuentemente en el parque, entre muchos otros conjurados. El vecindario entero se agita. Los humanos despertamos y comenzamos a reprimir la revuelta. Yo le propino una bofetada a Cajou que me mira temerosa y avergonzada y se hace chiquita en su cojín. Escucho con satisfacción los gritos, insultos y golpes de mis congéneros contra los perros sublevados. Poco a poco vuelve el silencio. Los humanos semidormidos hemos aplastado a los sediciosos ¡Podemos dormir dos horas más!
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