20090513

Manual práctico de las distancias cortas VII: De la pulsión de muerte

Un indígena, casi desnudo, con el rostro cubierto de arcilla pintada se te acerca y deposita entre tus labios una moneda y luego otra, como un niño en una máquina de chicles. Por la rendija de tu boca pasan tres monedas de diez pesos. Ahora el indígena desprende tu globo ocular con las uñas enterregadas y lo engulle golosamente. En tu cuenca vacía queda un brillo rojo como el interior de una cereza mordida. Te has convertido en una maquina de golosinas en un pueblo del Amazonas. La sensación de terror que te causa esta pesadilla apenas se refleja en un leve movimiento de tu boca. Estás narcotizada, estás quizá en un hospital, no puedes moverte, tu conciencia aflora lentamente. Abres los ojos y ves la clepsidra de suero que pende sobre tu brazo. Las gotas de suero caen rítmicamente. Interpretas que son las doce de la noche con un segundo, dos segundos, tres segundos, cuatro segundos... Para interrumpir este odioso reloj cierras los ojos pero ahora vuelve a aparecer la imagen del caníbal. Abres los ojos nuevamente para hacerlo desaparecer y un ardor te lastima. Te das cuenta de que sólo puedes ver con un ojo, que tienes la cabeza vendada. Al cabo de unos segundos percibes una silueta blanca que surge entre las sombras y enciende la luz. Está de pie a tu lado. Es con toda seguridad una enfermera que revisa el medidor mientras el brazalete inflable empieza a estrangularte el brazo. En medio de la silueta femenina aparece una mancha y con ella un dolor al tratar de no mirarla. Algo como los charcos de agua y aceite sobre el asfalto te nubla la mirada o el sueño. Se iluminan las formas, se descomponen en hilachos coloridos. Figuras geométricas flotan en los abrires y cerrares del ojo y se desvanecen muy lentamente, como los defectos de una película vieja. Son formas caleidoscópicas que descienden a través de la somnolencia incoherente y se sobreponen al rostro de la mujer de blanco. Son las últimas sensaciones de un órgano agnonizante y ya no parecen provocadas por el exterior. Son resplandores propios, sueños quebrados. El ojo sobreviviente, por el contrario, reelabora una y otra vez las luces externas. El ambiente impregnado de limpiador con olor a pino y a cloro y la luz son percepciones que se transforman en esferas, espejos deformantes del cuarto, canicas a las que como frutas rechinantes las rebana un filo luminoso. La lanceta que corta el vidrio te lastima. Tu rostro vendado se conmueve moviéndose al otro extremo de la almohada. Aparece el rostro de Santiago creado por la luz del foco desnudo, su nariz perfecta te rosa la frente, sientes su respiración y la lija de sus mejillas que se frotan contra tus mejillas. Sabes de memoria que mientras te abraza ondea una sonrisa coqueta. Te susurra algo al oído, le sonríes. Te pegas a su cuerpo. Lo conoces a la perfección. Anticipas la inclinación de su rodilla contra tu pubis. Sabes dónde ha dejado sus manos y cómo ensartar tus propias manos en sus dedos. Sabes dónde terminan sus pies y sólo puedes alcanzarlos si te estiras. Sabes a qué altura está su cadera y de qué tamaño es su sexo dormido, a medio dormir, despierto.
De pronto vuelves a ser consciente de que Santiago es una imagen inyectada desde la clepsidra de suero. Él no está aquí. Percibes la luz del amanecer. Estás drogada. Y, sin embargo, aún sientes como si durmieras a su lado. La imagen casi real de Santiago, junto con el zumbido de un refrigerador cercano, terminan por desvanecer tu sueño. Santiago fue quien te hirió. Fue un accidente. No, fue un lapsus inconsciente pero voluntario de él. Quería hacerte daño como tú querías hacerle daño, pero fue él quien dio el paso. No. Quieres dejar de pensar. Piensas en nubes blancas que pasan lentamente. Tratas de concentrarte en ellas. Santiago proyectó todo su peso en el lance y atravesó tu máscara. Quiso matarte. A partir de ahora eres tuerta. Quieres llorar. Recuerdas las veces en que tenías pensamientos oscuros y querías clavarle un cuchillo en el corazón, luego te pellizcabas el brazo para dejar de pensar eso. Te sentías culpable porque era falso pero verdadero a la vez. Lastimar a Santiago era un pensamiento recurrente que te avergonzaba y seguramente él sentía lo mismo. Quería deshacerse de ti y no se atrevía. Después de tantos años juntos te odiaba pero no podía aceptarlo, por eso cometió ese lapsus. Recuerdas la vez que quisiste serle infiel sólo para tratar de exorcizar los pensamientos oscuros: “si me acuesto con Jim -pensaste- me sentiré culpable e iré a abrazar a Santiago, volveré a ser cariñosa. Necesito un amante para querer bien a Santiago. Dejaré de tener esta obsesión de hacerle mal.”
No hay nadie en el cuarto, ni siquiera la enfermera. La transpiración te ha empapado las vendas. Tu ojo, nuevamente abierto, es el espejo de la mitad de tu alma.

4 comentarios:

Beatriz dijo...

Me estoy volviendo fan de esta serie de entregas. El capítulo anterior me descolocó un poco al principio pero después retomó fuerza e hizo que viniera por este y por los que vengan.
¡Me encanta!

Chaac dijo...

Dr. soy estudiante de la UAM-C
La narración es muy enajenante, pero solo habla del odio que sienten los personajes, pero yo me pregunto ¿Porque la mujer no llora? a perdido su ojo y la dejo tuerta el que según ella, la quería. El dolor causa llanto.

Bernardo Bolaños dijo...

Hola. Espero que la historia pueda ir respondiendo esas preguntas. Saludos.
bb

María Mondragón dijo...

El comentario de Chaac es un casi-cuento y una casi-crónica. Tu comentario al comentario estuvo a punto de enternecerme.