20100402
Rafael Ramírez Heredia
Voy con mis turistas de madrugada al aeropuerto.
Mérida es a esa hora muy oscura y muy tibia.
De pronto, entre los autos, se asoma a verme un muerto:
un amigo al que quise entre alcohol y lascivia.
“Temo por los amigos -le digo- que están vivos”.
Avanzo y amanecen enjambres de trinares
lanzados de los árboles breves e intempestivos.
“¡Escríbeme!”, responde cerca de los hangares.
Lo abrazo antes de entrar a la sala de espera.
Miro a dos pasajeros que bailan en la esquina
(la mujer con huipil, el hombre en guayabera)
cierta canción norteña que filtra la bocina.
Mis muertos están vivos, sus vivos están muertos;
Sus desiertos son selva, mis selvas son desiertos.
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