20110524

La mente para Platón y la mente de Platón


En Platón, la psykhé es a veces lo que solemos llamar “el alma” y, a veces, se le debe traducir como “la mente”. Contra lo que suele pensarse a partir de una lectura aislada del Fedón, no es obvio que Platón defienda la inmortalidad de la psykhé, la inmortalidad “del alma”. Defiende, por el contrario, que la razón es inmortal, pero no el ser humano. Aquella, es decir “la razón”, es el demonio que nos habita, no somos nosotros mismos, de modo que luego de nuestra muerte es ella la que acaso sobreviva. Por ello, la razón es para Platón el principio inmortal del alma, que durante nuestra vida coexiste con otros principios, mortales éstos. Esta división es mencionada explícitamente en el Fedro, donde el alma es comparada con un carruaje cuyo coche es la razón y cuyos dos caballos tienen talantes opuestos. El caballo blanco representa la templaza y la voluntad. El caballo negro es impulsivo y orgulloso. Esta división tripartita del alma nos permite comprender que la trascendencia de una parte del alma después de la muerte no signifique, para Platón, la inmortalidad del ser humano. Si bien en el Fedón se apela al mito órfico-pitagórico de la transmigración de las almas, justamente por tratarse de un mito evocado por Platón es necesario contraponerlo a la explicación propiamente filosófica que aparece en otros diálogos. Por ejemplo en el Timeo, donde se evoca explícitamente la mortalidad del alma y del cuerpo, presumiblemente de la parte del alma que no es puramente racional sino volitiva (el caballo blanco que, junto con el negro, sería mortal, a diferencia del carro). En resumen, de la lectura de varios diálogos tardíos y siguiendo la interpretación de autores como Michel Narcy, podemos decir esquemáticamente que, para Platón, la razón es inmortal, mientras que el cuerpo y la voluntad son mortales. Un corolario de ello es que lo que hoy llamamos persona humana sería mortal.

Pero el complejo problema de la inmortalidad del alma para Platón no es demasiado importante cuando lo que nos interesa es hacer una breve historia de la mente. A continuación, analizaremos exclusivamente la teoría de la mente que está presente en el diálogo platónico más importante tratándose de la teoría del conocimiento: el Teeteto.
Sócrates pregunta al joven Teeteto qué es el saber. Éste responde, tentativamente, que el conocimiento es la aísthesis traducida como percepción y, a veces, más ampliamente como sensación (para incluir no sólo la vista o el olfato, sino placer, dolor, deseo y temor). Sócrates acaba refutando, contra las tesis del famoso sofista Protágoras, que el saber coincida con la percepción, pues argumenta que existen hombres ignorantes que son capaces de percibir cosas. Antes había mencionado que hay conocimiento asociado con los recuerdos, pero éstos no son propiamente percepciones, de modo que no todo el saber es percepción. Finalmente, un tercer argumento contra la hipótesis de Teeteto es la existencia de la mente. Dado que conocemos por medio de la mente, el saber no puede ser mera percepción. Pero para arribar a esta conclusión, Platón debe probar que existe una cosa llamada la psykhé (en este contexto, sigo a McDowell que traduce dicho término como “mente” y no como “alma”). Veamos.
Sócrates muestra que el verbo ver no supone que los ojos vean, sino que vemos gracias a los ojos. Los oídos no son quienes escuchan sino que son los instrumentos que nos permiten escuchar. De otro modo seríamos como caballos de madera, con ojos y oídos, “pero sin una entidad a donde confluyeran los sentidos. Llamémosla mente o como se prefiera” escribe Platón. La mente conoce algunas cosas por ella misma y otras a través de las capacidades corporales. Entre lo que la mente capta sola se encuentra el ser, la semejanza, la desemejanza, la identidad, la diferencia, lo bueno y lo malo. Cosa curiosa, el personaje Sócrates incluye lo bello y lo feo como cosas que son capturadas mentalmente sin el intermediario de los sentidos. ¿Se trata de un desliz? Es posible, aunque la belleza es, para Platón, algo que se aprehende mediante reflexión y no espontáneamente.
En resumen, el conocimiento se alcanza mediante una actividad no meramente perceptiva sino reflexiva, si bien no autorreflexiva (es decir, no de la mente acerca de ella misma sino, en todo caso, de la mente "ocupada ella misma, por sí misma” de conocer -187ª-).
Es claro que si Platón se toma la molestia de probar deductivamente que existe la mente como una facultad es porque ello no resultaba obvio por la mera existencia de la palabra psykhé. La connotación etimológica de psykhé como aliento no era antes de Platón esa noción mentalista unificada claramente asociada a la cognición y distinta de los sentidos del cuerpo. De hecho, en la época en que Platón escribe hay otros términos circulando que también tienen connotaciones mentalistas, como phrén. En el propio Teeteto, el personaje Sócrates evoca una línea de Eurípides. Hipólito dice:

“Juró la lengua, pero no ha jurado la phrén [φρήν, mente según Bonifaz Nuño, corazón según McDowell].”

Obviamente, una cosa es la noción de mente que defiende Platón y otra muy distinta la mente misma del autor Platón. Pero si una historia de la mente quiere ser algo más que una reconstrucción etimológica, un mero estudio linguístico ¿cuál es la relación entre ambas? La mente de Platón era esa consciencia haciendo filosofía de manera sublime en el siglo IV a.C, pero una consciencia que no tenía el concepto de “dato de los sentidos” sino una noción de interacción entre los efluvios de los sentidos y los de las cosas. Consciencia que no pensaba en que las mentes capturan los conceptos de ser o de bien y que pensaba, en cambio, que atrapan directamente algo proveniente de “el ser” y de “el bien”. Era una mente que no distinguía la mera relación entre ella misma y la realidad de la formulación de contenidos proposicionales acerca del mundo. Esto último se iría logrando en la medida en que generaciones y generaciones de lógicos depuraran a sus propias mentes de algunos de sus vicios más burdos y, por medio de la cultura, transfirieran parte de esos progresos a la sociedad entera. Lo mismo ocurriría con las matemáticas ("los límites de la cosmología de Platón son también los de las matemáticas de su época -escriben Brisson y Pradeau-. El hecho de que la transformación mutua de los elementos sea concebida en función de sus superficies y no de sus volúmenes es un indicio de ello").
Aunque es obvio que existen grandes diferencias culturales entre los contemporáneos y los antiguos, las consecuencias parecen ser que la mente tal como era pensada por los filósofos antiguos era en parte la mente de los filósofos antiguos. No es un azar si Sócrates seguía atribuyendo a la obediencia de los mandatos de su daimonion muchos de sus propios impulsos. Y la mente de Platón, por su parte, casi coincidía con el ejercicio mismo de comprensión del entorno, es decir, sufría de una dificultad para desprender la comprensión de éste de la existencia de sí misma. Era la gran dificultad a vencer, que la mente recién definida, unificado su significado en la palabra psykhé y filtrado de evocaciones metafóricas anteriores (respiración, río, fuego, palabra, espíritu, dios) se desprendiera, se tornara hacia sí misma y fuese autoconsciencia.

20110519

Historia de la mente 2: Parménides por sí mismo y por Platón



Que cada traductor elija una equivalencia diferente de la noción de nóos presente en el poema de Parménides (escrito hace dos mil quinientos años) puede desalentar a quien comienza a estudiar filosofía. Unos traducen “espíritu”, otros “pensamiento”, “mente” e incluso “interioridad”. Unos más prefieren colocar la noción griega nóos, sin traducción, como una excepción en medio de las palabras en castellano. En el desacuerdo de los filólogos yo veo la evidencia más poderosa de que es posible escribir una historia cultural de la mente. Si otras nociones griegas no presentan problemas de traducción, pero sí ésta, ello significa que estamos ante algo particularmente sensible a la cultura y al tiempo.
Después, solamente como segunda vía de investigación, debemos aventurarnos a tratar de comprender esas nociones como los antiguos mismos lo hacían. Colli define al nóos como “una verdad circulante a través de la diversidad del mundo”. Esta definición no tiene prácticamente nada que ver con nuestras actuales definiciones de “mente” o “pensamiento”.
Llansó escribe que “una característica del νόος […] que no debe ser en ningún momento olvidada [es] su conexión fundamental con el fenómeno”. Así, el griego arcaico, alimentado como toda la civilización griega del multiculturalismo (pelasgos, cretenses, henetes, egipcios, jonios, eolios, aqueos), tiene una gran riqueza para referirse a la razón y a sus manifestaciones. La palabra logos, sustantivo del verbo légein, decir o hablar, significa tanto “palabra”, como “lenguaje” y “racionalidad cósmica”. Es un concepto entre physis y psykhé, naturaleza y alma. Y, en su conexión con la doxa, entendida como opinión tanto como experiencia de las apariencias, es nóos. ¿Hay algo en nuestro repertorio conceptual judeo-cristiano-cartesiano que pueda acercarnos a aquélla cultura para la que el camino más corto entre la naturaleza y el alma es un fluido de verdad que lo atraviesa todo?
El poema que escribió Parménides en hexámetros influyó profundamente a los filósofos posteriores. Pero cuando uno lee por primera vez los fragmentos que nos han llegado, no entiende mucho y se pregunta ¿por qué este texto es tan importante? También nos preguntamos, ¿si hoy se entiende a la filosofía como argumentación, cómo un poema puede ser filosofía? Afortunadamente, una segunda lectura, informada, del poema lo hace aparentemente claro y profundo.
Manoseado por los grandes nombres desde el siglo V a.C hasta el siglo XX, parecía que el poema de Parménides no podía ser leído con neutralidad. Platón vio en él a un platónico, Bertrand Russell a un russeliano y Heidegger a un heideggeriano. Pero estas interpretaciones interesadas del poema son mucho más oscuras que el poema mismo, al menos como lo podemos leer hoy gracias al esfuerzo de los filólogos. Mientras que el diálogo de Platón llamado Parménides es uno de los textos más retorcidos y locos de la historia de la filosofía, el poema del verdadero Parménides tiene al menos una posible lectura amable y maravillosa:
Una diosa invita al joven filósofo a instruirse y le señala tres vías de la razón. La primera es la de la verdad inconmovible, la verdad perfectamente redonda, la verdad necesaria. La segunda es la vía de la doxa, entendida como opinión o experiencia acerca de las cambiantes apariencias. Esta vía es peligrosa porque el mundo de los fenómenos no nos permite un conocimiento estable. Finalmente, existe una tercera vía que es intransitable, la de pensar lo imposible, pensar que el ser es y no es, cosa absurda; pensar que “hay nada”, cosa más absurda aún. La vía recomendada por la diosa lleva a Parménides a un conocimiento aparentemente firme, el de lo que es necesariamente.
Escrito un siglo después, el diálogo platónico llamado Parménides, en cambio, concluye desde la locura misma que “si lo uno no es, nada sería”. Dicho de otro modo, luego de un trayecto serpenteante, irreconstruible desde la lógica que nacería sólo después (e incluso desde la lógica matemática del siglo XX), Platón pare una conclusión aparentemente lógica: que el ser es, la nada no. Pero una vez que ha sido parida, esta razón filosofante lanza un grito deprimente: el resto de las cosas, aparte de lo uno, dice el personaje Parménides de Platón, son absolutamente todo y no lo son, aparecen como absolutamente todo y no lo aparecen, ya sea con respecto a sí mismas como entre ellas.
El Parménides es el diálogo platónico que sirve de introducción al Teeteto. En este último, el autor pretende salvarnos del naufragio parmenídeo y, en parte, lo logra.

20110513

Historia de la mente: de Bourdieu a Heráclito


Creo útiles los esfuerzos por hacer una historia de la mente o de la razón. "Hay una historia de la razón -escribe Bourdieu- lo que no quiere decir que la razón se reduzca a su historia sino que existen las condiciones históricas de la aparición de formas sociales de comunicación que hacen posible la producción de verdad". Pero hacer esta historia es casi como caminar en terreno minado. Tomemos el caso de una polémica intelectual contemporánea entre admirados profesores de filosofía griega. De acuerdo con Jean Pierre Vernant, la máxima délfica “conócete a ti mismo” no recomendaba la introspección, ni el autoanálisis para descubrir al “yo”. En realidad, según el autor francés, se trataba de conocer los límites propios, reconocerse mortal y no pretender equipararse a los dioses. En el mismo sentido, de acuerdo con la Dra. Leticia Flores Farfán, fue Sócrates quien "interpretó la máxima délfica de 'Conócete a ti mismo' como un examen introspectivo de conciencia que nos llevaría al autoconocimiento, al verdadero saber de lo que en realidad somos". Antes, los griegos no habrían practicado la introspección y se reconocían a sí mismos gracias a la imagen propia que los otros les reenvíaban; como dice el diálogo socrático Alcibíades gracias a su propio reflejo en las pupilas del otro (véase el libro de Flores Farfán, En el espejo de tus pupilas. Ensayos sobre alteridad en Grecia antigua, Mexico: Editarte, 2011).
En cambio, el Dr. Enrique Hülsz, también de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, aduce varios fragmentos de Heráclito para sostener que "el vínculo logos-psykhe es bastante explícito [...] El primero de éstos parece la metáfora de una búsqueda interior, hacia los límites de la psykhe, que no pueden ser alcanzados por ningún camino, debido a su 'logos profundo'". Las siguientes traducciones de fragmentos de Heráclito son suyas:

[B45] "Si vas a los límites del alma, no los encontrarías aunque recorrieras todos los caminos: tan profundo es su logos."

Hülsz escribe que "quizás en este fragmento Heráclito explique el contenido implícito en su declaración de haberse investigado a sí mismo". En efecto, otro fragmento reza literalmente [B101] "Yo me investigué a mí mismo".

Hay, al menos, dos fragmentos más de Herácito que vienen a cuento:

[B1 13] "Común a todos es pensar"

[B1 16] "Todos los hombres participan del conocerse a sí mismos y del ser sensatos"

Por otro lado, Heráclito parece anticipar la expropiación interior del Daimonion socrático. Este Daimonion era una voz interior, un murmullo del más allá que progresivamente se habría de convertir en "el yo". Pero Heráclito anticipa esta revolución cuando escribe:

[B119] "ethos anthropoi daimon"

Es decir, el carácter del hombre es su daimon. La propuesta de traducción de Hülsz es:

[B119] "Para el hombre, el carácter (ethos) es destino (daimon)"

...sin embargo, parece conveniente tener en mente el sentido directo de daimon, como espíritu guardián. Porque entonces el significado del aforismo es, como explica Daniel W. Graham, que para el hombre la suerte no depende de tener un demonio afortunado (eudaimon) o maldito (dusdaimon), sino del propio carácter. Mientras encontramos una referencia anterior, el fragmento [B119] de Heráclito puede ser considerado, entonces, como un certificado de nacimiento del concepto de voluntad (antes el destino del hombre depende de un daimon, de una especie de tona y a partir de Heráclito reposa en el hombre mismo).
Pero, volviendo a la polémica antes referida, estos fragmentos pueden ser interpretados en un sentido no introspectivo, sino fisiológico. El surgimiento de la voluntad no supone necesariamente el de un "yo". Como escribe Gaos, en Heráclito "es posible, en efecto, que la explicación del mundo sea una extensión de la explicación del hombre, en lugar de ser ésta una aplicación de aquélla: cosa semejante se encontró en el fragmento de Anaxímenes". Gaos se refiere a que para este último presocrático el aliento que constituye nuestra psykhe nos permite transpolar y afirmar que "un aliento y un aire circunda y sujeta el mundo entero". De la misma manera, Heráclito se percata que somos como ríos, fluimos, y ese conocerse a sí mismo le permite acceder al logos que fluye igualmente como un río, logos entendido no necesariamente como lenguaje y razón, no necesariamente como fundamento del "yo", sino como fluido físico y como racionalidad cósmica, exterior. Aplicada a la Grecia antigua, el concepto de alma inmaterial, de sustancia inextensa, es quizá un anacronismo cartesiano.
En todo caso, es claro que la cognición humana, interpretada ya sea como fluido, alma o mente, es una herramienta universal de los homo sapiens anterior a Babilonia, Grecia, Mesomérica y todas las civilizaciones antiguas (en palabras de Heráclito: [B1 13] "Común a todos es pensar"). Desde la epistème que nos es propia en el siglo XXI, creemos que la psykhe siempre ha sido actividad cerebral, pero no debemos pensar que siempre fue alma, mente o autoconsciencia. Porque existe una historia natural de la cognición humana que debe contarse en términos evolutivos, pero hay otra, la de los ejericios de esa misma cognición humana, que no es patrimonio uniforme de todos los pueblos y culturas (en palabras de Heráclito, hay psykhes bárbaras [B107] y "aunque este logos es real y verdadero siempre los hombres se tornan incapaces de comprenderlo, tanto antes de escucharlo como después de haberlo escuchado por primera vez" [B1]). En conclusión, existe una historia cultural de la cognición humana que debe contarse en sus propios términos, como autocomprensión, autointerpretación y autoconstrucción.

20110509

Los cuatro infinitos: Anaximandro y Pascal































Un habitante de la ciudad de Mileto, llamado Tales, pensaba que todas las cosas están hechas de agua. Su discípulo, Anaximandro, postuló en cambio lo indeterminado, el infinito. De éste venimos y a éste regresamos. La naturaleza es, literalmente, donde se nace (tanto en español como en la palabra griega sin traducción physis) y, aunque no lo refleje la etimología, a donde se muere. El antiguo fragmento que alude a la aún más antigua opinión de Anaximandro es de Teofrasto y es el siguiente (la traducción es de José Gaos):
"Anaximandro... proclama principio y elemento de los seres lo infinito, habiendo sido el primero en introducir este nombre del principio. Dice, en efecto, que el principio no es ni el agua, ni ningún otro de los llamados elementos, sino otra cierta naturaleza, infinita, de la que se generan todos los cielos y los mundos que hay en ellos; pues 'en aquello en que los seres tienen su origen, en eso mismo viene a parar su destrucción, según lo que es necesario; porque se hacen justicia y dan reparación unos a otros de su injusticia, en el orden del tiempo', como dice en estos términos un tanto poéticos."
Varios conceptos están amasijados en este primer atisbo de filosofía en la historia. Lo indeterminado o infinito, que hoy ya no son los mismos conceptos pero que lo fueron o fueron quizá un tercer concepto en la mente de los griegos (to apeiron). Unos seres vienen a compensar la injusticia causada por otros, en un equilibrio cósmico. ¿La injusticia es en el fragmento sinónimo de lo existente, como justicia es regresar a lo indeterminado? Heidegger se pregunta en el siglo XX ¿por qué hay algo en vez de nada? y los físicos del CERN en el siglo XXI también lo hacen. ¿El estado "justo" sería que todo fuese indeterminado, como parece haber intuido Anaximandro y, por ello, es pertinente la pregunta de Heidegger y de los físicos de por qué hay algo?
Si somos admiradores incondicionales de los griegos, helenocéntricos, veremos en aquel pensamiento de Anaximandro la intuición primera, incluso el origen de la razón. Si somos más críticos, veremos en él el origen de un prejuicio que aún nos infecta. El mismo prejuicio de Hesíodo que, en Los trabajos y los días, aconsejaba ya: "escucha a la justicia, Diké, no dejes crecer la inmoderación, Hybris" (213). El mismo que, en la tragedia griega de la época clásica, significa el equilibrio fatal del mundo: la Hybris de Edipo que se acuesta con su madre y mata a su padre es la causa de su muerte, la de Hipólito que rechaza el sexo que le ofrece Afrodita, la mismísima diosa del amor, es causa de la suya. Las muertes de Edipo y de Hipólito son justicia hecha, equilibrio restaurado (Diké). Mueren quienes desafían el equilibrio cósmico.
Pero, para Anaximandro, ese equilibrio natural que existe antes y después de la existencia no es otra cosa que lo indeterminado que parece ser infinito.
Desde la física del siglo XIX, algunos dirían que lo anterior significa una anticipación de la ley según la cual el orden acaba por regresar al caos por entropía. Y el nihilismo del siglo XX querrá que Anaximandro era uno de los suyos, que venimos de la nada. Pero este presocrático fue más lúcido que Sartre en el sentido de que postuló que venimos de lo indeterminado, que no es la nada, y a ello volveremos.
Otro presocrático, Empédocles de Agrigento, imaginó que el mundo es una esfera infinita (Sphairos redondo). Ya en nuestra era, debieron ser místicos esotéricos y cristianos los que aceptasen con menor repulsión un universo semejante: esfera infinita cuyo centro está en todas partes. Después de la lógica de Aristóteles y de la astronomía de Ptolomeo, la mayoría de los filósofos, en cambio, ya no podían pensar un universo indeterminado. Al menos hasta Galileo, Bruno y Pascal. El primero se había distanciado de la idea de un mundo encerrado en una esfera de estrellas fijas, mundo que aún era el de Kepler y Copérnico; pero Galileo no afirmó categóricamente que el universo fuese infinito. Para Giordano Bruno y para Pascal, en cambio, la infinitud del universo era una evidencia. Regresan así a Anaximandro y a Empédocles.
Pero los dos infinitos de Pascal lo son en sentido extensivo. Nuestra mirada se pierde en la extensión del cielo sin que encuentre límites al espacio e, igualmente, se pierde en la extensión microscópica de los animales diminutos. En cambio, el infinito de Anaximandro es intensivo. Nuestra vida se pierde, antes de nuestro nacimiento y después de nuestra muerte, en lo indeterminado. Sumados, se trata de cuatro infinitos.
¿Y qué es el hombre frente a ellos? No una nada, como escribió Pascal por modestia cristiana. Tampoco un todo o micro-cosmos como creían los renacentistas y Leibniz. Acaso sirva de algo decir que es sólo una determinación momentánea.